Giro del destino

El cielo plomizo de noviembre la saludó cuando salió directa a recoger el correo de la mañana. Se arrebujó dentro de la bata, mientras que con la mano derecha acariciaba su ya incipiente tripa de embarazada. Cómo la apetecía un chocolate caliente, pensó mientras cerraba la puerta detrás de sí.

—¡No! —el grito de Elena resonó por todas las paredes del salón.

La mano de la antigua agente del CNI, aferraba un trozo de papel junto a la foto de su hija mayor dónde la informaban del secuestro de la menor y le indicaban las instrucciones para su liberación. Volvió a releer la maltrecha nota: tenía que ir sola a la antigua central nuclear de las afueras y llevar consigo el plano de la situación del arsenal con los explosivos requisados al grupo terrorista Al-Qaeda.

«¡Dios! ¡No! ¡Imposible! ¿Qué hago? Roberto. Exacto» Pensó Elena, mientras buscaba nerviosamente el móvil.

Ring, ring… Buenos días mi amor —la voz dulce del otro lado de la línea consiguió traerla algo de paz.

—Cariño. La nena. No está. Han enviado una nota. El arsenal. No puedo. Esa información ¡no! Pero mi nena. Pobre. Sola, asustada. Seguro… —balbuceó la mujer.

—Tranquilízate e intenta explicármelo todo. —Y tras unos instantes de silencio, la exagente del CNI, le relató a su esposo lo ocurrido: el secuestro, la nota…

—¿Qué hago? —El miedo atenazaba la voz de Elena.

—Haz lo que te han dicho. Yo me voy al aeropuerto e intentaré coger el primer vuelo de vuelta que haya —Y la conversación se interrumpió.

El reloj del Corolla marcó las doce de la noche, y lentamente se ajustó el pasamontaña negro, justo antes de dirigirse a su destino.

El cartel amarillo y negro de Peligro Nuclear, colgado en la valla refulgía en la oscuridad que la rodeaba. Cogió la cinzaya dispuesta a cortar el alambre y colarse dentro del perímetro de la central.

—Shhh. No te asustes. He venido a ayudarte —un susurro masculino la sobresaltó.

—Pero qué… —Y todos sus músculos se pusieron en alerta.

—Me llamo Felipe Sanz, cabo primero de la Guardia Civil. No pongas esa cara. Lo único que necesitas saber es que estoy aquí, y dispuesto a buscar y rescatar a tu hija. Las preguntas; mejor después —Y dicho esto se aventuró a través del agujero que Elena había hecho en la alambrada.

Sin intercambiar más palabras, la exagente del CNI lo siguió, agradecida a su marido por haberle enviado aquella ayuda. Todo a su alrededor reflejaba podredumbre y miseria, algunos de los edificios mostraban su esqueleto sin pudor, dibujando fantasmagóricas sombras en el sucio alquitrán, que estaba decorado con viejos bidones de gasolina. Buscaban incesantemente un recoveco por donde colarse sin ser vistos. Llegaron a la parte trasera de la edificación principal…

—¡Quietos! Levantad las manos muy despacio. No quisiera tener que dispararos —el vozarrón de uno de los secuestradores les sorprendió.

 A punta de pistola los guiaron a ambos, hasta llegar al lugar donde se encontraba su hija.

—¡Amor! ¿Te encuentras bien? —Y Elena se abalanzó sobre la pequeña sin importarle ni los captores ni las armas que llevaban.

—Veo que no has venido sola. Bueno, eso ya da igual, lo importante es saber si has traído la información que te pedimos —aquella voz la era conocida, muy conocida.

—¿Roberto? ¿Tú? ¿En Al Qaeda? No es posible —La boca de la mujer fue más rápida que su cerebro.

—Sí mi amor, soy yo. ¿Sorprendida? —dijo él justo antes de proferir una sonora carcajada.

Cómo si de una pantera, rápida y mortal se tratara, Elena se abalanzó sobre su marido, para acto seguido enzarzarse en una cruenta pelea. Ambos luchaban por la pistola que sujetaba él, mientras que el cabo se despachaba con los otros dos secuestradores.

¡Bang! Y Roberto cayó muerto a los pies de la mujer que sostenía todavía el arma humeante.

Madre e hijas, fueron libres: una viuda, y las otras dos huérfanas.

Agneta Quill

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