Entre alas y mordiscos
Antes de comenzar mi historia, me gustaría avisarles queridos lectores: no se dejen engañar, no piensen que nuestro protagonista es la típica criatura con capa y colmillos, ¡ni muchísimo menos! Al contrario, aquel tipo peculiar de nombre Juan, durante el día era una persona normal, con un trabajo común, con una vida corriente…, pero apenas el dulce Morfeo se adueñaba de su cuerpo de hombre, se convertía en un ser siniestro, sediento de sangre.
Al principio, cuando aún no dominaba el vuelo se tambaleaba por el aire, sus sentidos zumbaban con el deseo de hincar el diente en algo carnoso y jugoso. Se arrojaba al aire con determinación, pero su revoloteo parecía más un torbellino descontrolado que un planeo elegante. Chocaba contra las paredes, las lámparas, ¡incluso contra su propio reflejo en el espejo! Pero era obstinado: se lanzaba de nuevo una y otra vez, hasta que consiguió mejorar sus excursiones aéreas y aumentar su habilidad para controlar los impulsos que le dominaban. Descubrió nuevas formas de acercarse a su presa, buscando el momento adecuado para atacar. Y una cálida noche de agosto, se sintió preparado y se dispuso a saciar su apetito.
Escondido a los pies de la cama, temblaba de anticipación. Con movimientos imperceptibles se deslizó por la sábana buscando el momento perfecto. Conocía cada rincón de ella, cada pequeño cambio en su postura al dormir. Esperó paciente, midiendo el ritmo de su respiración. Cuando se giró hacia un lado, Juan vio su oportunidad. Avanzó con sigilo, deslizándose por la almohada con movimientos delicados, precisos, calculados para no despertarla. Se detuvo cerca de su cuello, junto a la yugular. Respiró hondo, conteniendo la emoción ante el banquete. Lo saboreó.
Sabía que debía ser rápido, sutil y con un movimiento casi imperceptible comenzó a succionar despacio el líquido rojo. Extraía solo la cantidad necesaria manteniendo el ritmo de libación constante, no quería causarle molestias ni despertarla.
Satisfecho, se retiró con cuidado, deslizándose por la sábana hasta el borde de la cama, pensando que al día siguiente se volvería a dar otro festín sin ser consciente del matamoscas que se acercaba peligrosamente hacia él.
Agneta Quill