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La muchacha de verde

El sol de Julio se colaba a través de los cristales del ventanal de la cocina. La algarabía de los dos hermanos se mezclaba con el cotidiano sonido de los cacharros en el fregadero que Laura intentaba lavar. El vaivén diario no dejaba de ser más que una repetición monótona de risas y gritos que agitaban su mente cansada. Las parecen se cerraban sobre ella, como si la casa misma intentara engullirla.

—Iros al salón, a ver la tele. —gritó buscando desesperadamente que el torbellino de emociones que la ahogaban desapareciera en el instante que volviera a saborear la esquiva soledad.

Mientras sus manos eficientes recorrían cada rincón de la cocina, su mente traicionera soñaba con su vida anterior, libre de ataduras, responsabilidades. Liberada del agotamiento que la abatía, de la rutina que la aplastaba. ¿Qué había ocurrido con esa mujer? Se preguntaba mientras recogía los cereales desparramados sobre la mesa. «Se perdió.»

Los chillidos de la pelea procedentes del salón se colaron en su enmarañada mente devolviéndola de golpe a la realidad.

«Se acabó» Aquello debía terminar, no soportaba más sus gritos, sus berrinches… Silencio, eso era lo que quería. Simplemente silencio.

¿Cuánto tiempo había pasado? Cinco, diez minutos… No lo sabía. El televisor seguía encendido, el mando a distancia tirado en mitad de la alfombra cerca de los cuerpos de inertes de sus hijos, que la miraban con una quietud perturbadora.

¿Alex? ¿Marta? ¿Qué has hecho? Gritó, ahogando con ello cualquier atisbo de cordura. Su lucha, en su furia ciega, se tornó trágica en medio de aquel bochorno estival.

Se pasó las temblorosas manos por el cabello, cerró los ojos y permitió que todo el aire que había acumulado en sus pulmones saliera de golpe al exterior. La decisión estaba tomada y no tenía tiempo que perder. Cogió el móvil y marcó primero un uno, luego otro uno y terminó con un dos.

En la calidez de aquel implacable Julio, el cementerio se alzaba como un océano de quietud y nostalgia. Bajo el velo etéreo de la luz, las lápidas se erguían como silenciosos testigos de historias que se entrelazaban en un vasto mosaico de recuerdos. Las hojas de los árboles susurraban secretos al viento, mientras las flores, delicadas y tímidas, parecían emerger apocadamente de la tierra en un acto de homenaje a la vida pasada.

Laura, con las manos esposadas, apenas podía contener el llanto ante la reprobadora mirada de los allí presentes.

Una niña, vestida de verde esperanza, se aferraba a la mujer del mono naranja mientras que su mirada, como un péndulo entre la quietud del cuerpo de su hermano y la fragilidad de su madre, latía al ritmo inclemente de la culpa que apretaba con dedos fríos su corazón. Su hermano yacía en reposo, silencioso testigo de su crimen. Sus ojos vidriosos buscaban respuestas: en los pliegues de la memoria, en los recodos oscuros de su propia alma.

Es otra cálida mañana de Julio, pero de otro año, de otra vida. La niña vestida de verde esperanza ha regresado hoy al cementerio, y aunque la opresión continúa anidando en su pecho, sus ganas de huir han desaparecido. Las dos tumbas cubiertas de hiedra la miran, la escrutan, la perdonan en el más absoluto de los silencios.

Aquí, de repente, intento rememorar el devenir de mi existencia. Ingenua pensaba que se compondría de una larga sucesión de más o menos lustrosas diapositivas.

Mi sorpresa ha sido mayúscula cuando sin buscarlo sólo he sido capaz de regresar a aquella cálida mañana de julio, al cementerio de mi pueblo, al negro de la bolsa que fríamente abrazaba su pequeño cuerpo, a la opresión de mi pecho, a mis ganas de huir…

Agneta Quill

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