Legazpi-Museo del Prado-Reina Victoria

El trajín matutino de Legazpi se desplegó ante Julián. Aquel rincón de Madrid, desde hacía más de cuarenta años le saludaba con sus balcones repletos de flores. Los comerciantes abrían las persianas de sus tiendas como si de una invitación se tratara, el aroma del pan recién horneado flotaba en el aire y los árboles alineados le ofrecían una sombra amable frente a los primeros rayos de sol que ya se colaban entre las ramas.

Con sus 65 años, a pesar de su andar pausado, sus zapatos seguían resonando en las baldosas desgastadas de camino a la parada del 45, mientras que los recuerdos se asomaban en cada rincón de aquella calle que había sido testigo de su vida.

Con mirada serena encontró un asiento cerca de la ventana. Dejó que el zumbido constante del motor mezclado con el bullicio de la ciudad le mecieran. Sólo quedaban cuatro paradas para llegar al Prado. Aquel museo había sido su segunda casa durante muchos años. Allí, como restaurador jefe, sus manos se habían deslizado por los más bellos cuadros. Cómo le gustaba asustar a las becarias, a las profesoras; adoraba ver el terror en sus ojos. Suspiró con nostalgia antes de que la conversación entre una mujer mayor y un joven imberbe atrajera su atención. Él se reía, con esa superioridad que da la juventud, mientras que ella intentaba buscar un apoyo ante las embestidas del autobús.

—Por favor, tome mi asiento. —le ofreció con amabilidad.

—Gracias. —agradeció la señora, acompañando sus palabras con un gesto de cabeza y una sonrisa que le iluminó el rostro ajado por los años.

Se sostenía en el pasamanos como podía. Julián se encontraba de pie cerca del pasillo asimilando la satisfacción. Observaba el ajetreo del autobús, gente que subía y bajaba en cada parada, absorto en buscar una explicación para aquellos sentimientos.

No se bajó como de costumbre en la parada del Prado, si no que cuando divisó otro asiento libre, lo ocupó.

—¿Puedo ayudarla, señora? —ofrecía, una y otra vez, buscando la misma respuesta de gratitud en los ojos de las mujeres a las que brindaba su asiento.

Se volvió un espectador atento, un árbitro silencioso de la cortesía masculina. Exigía, de manera sutil pero firme, que los demás hombres cedieran su lugar a cualquier fémina que subiera al vehículo. A veces, una sonrisa agradecida bastaba para satisfacerlo; otras veces, necesitaba intervenir con más determinación.

El autobús se convirtió en el escenario donde Julián encontró un propósito distinto al que sentía antes, cuando lo cogía camino a su amado museo. Su elección de ceder el asiento a mujeres, mayores o jóvenes, ya no era una casualidad. Mudó en un acto deliberado, con el que buscaba la misma sensación embriagadora que la primera vez.

Sus órdenes en el museo se transformaron en palabras corteses, el desdén en gestos agradables, la red de temor que durante años había tejido a base de gritos, despidos y miradas furibundas, en un instante, transmutó en otra de conexiones invisibles con las mujeres que compartían aquel cubículo en movimiento con él. ¿Buscaba reconocimiento? ¿O sólo la alegría de ser un protagonista fugaz en sus vidas?

—¿Dónde está el profesor Cebrián? No lo he visto en todo el día. —preguntó, azorada y feliz Micaela.

—No lo sé. —contestó el director del Museo del Prado. —Siempre supe que era un hombre extraño, pero de ahí a imaginar que sería capaz de perderse su propia fiesta de jubilación… Y en Reina Victoria, a las once y media de la noche, el profesor Julián Cebrián Berasategui descendió del 45 y se sumió en las calles de Madrid, donde las sombras del pasado y las del presente se entrelazaron ante él.

Agneta Quill

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