Relatos Cortos

La nieve seguía cayendo

La nieve seguía cayendo. Más allá de su ventana todo era un manto blanco, salpicado por el gris del asfalto. La tormenta rugía fuera, amenazando con tumbar todos los muros de la casa. Abrió la puerta y salió. El largo y oscuro pasillo se extendía más de lo normal. Las paredes satinadas e impolutas nunca antes habían parecido más desangeladas. 

Volvió a su sonrisa, a su alegría. Aquel cabello negro azabache, siempre enredado. Los rizos rebeldes y enmarañados que se resistían estoicamente a ser peinados en la mañana.

El frío recorrió todo su cuerpo. Sólo llevaba un camisón viejo, ajado, a juego con sus ojeras de cansancio. Necesitaba un café. Negro y fuerte, duro y amargo.

Al pasar por el salón vio el teléfono. Debería llamar, pero lo ignoró. La luz tenue de aquella noche creaba sombras acechantes en los rincones de la habitación. Todos los juguetes desperdigados por el suelo hablaban de vida y alegría, a pesar de la oscuridad que se cernía sobre ellos.

Nunca la soledad la había golpeado tan fuerte. Su febril imaginación conjuró la imagen de su ausente marido.

—¡Me importa una mierda la nevada! ¡Me importa una mierda si te mueres! ¡Te odio! —gritó a la fantasmal aparición—. ¡Te odio! Deberías haber sido tú.  —Y su ya maltrecho cuerpo cayó de rodillas sobre el suelo, mientras un descontrolado llanto se abría paso a borbotones por sus mejillas, en un fútil intento de aliviar el dolor de su corazón.

La nieve seguía cayendo, y el viento azotaba con más ímpetu los cristales de las ventanas. Sus ojos enrojecidos por el llanto y la falta de sueño eran testigos, a través de las sombras que la acechaban, de la fuerza de la naturaleza.  No quería saber nada de la tempestad que estaba ocurriendo en el mundo exterior. Sólo quería agazaparse en un rincón de aquella fría y solitaria casa, y recordarlo…

El dolor comenzaba a ser insoportable. Realmente quería un café, pero la cocina estaba tan lejos. La luz de un helicóptero se coló por el ventanal del salón. El silencio sepulcral que rodeaba toda la estancia se veía roto por el pitido de algún juguete abandonado en el suelo.

Tirada en el sofá estaba la mantita azul de su bebé. Siempre le había acompañado desde el nevado día que salieron del hospital. La aferró con fuerza, cómo si se tratara de un náufrago abrazando un tablón en el inmenso mar. Una triste mueca se reflejó en su rostro mientras acariciaba el desgastado trapo. Necesitaba volver a sentir el calor de su cuerpecillo. Ahora más que nunca.

No sabía cuánto tiempo había pasado, una hora, dos días… En su maltrecha mente se mezclaban los sonidos atroces de la tormenta junto con los alaridos de dolor que brotaban de su alma rota. Necesitaba detener el tiempo, suspenderlo de cualquier frío copo de aquella ventisca. No podía acabar así. De ese modo no.

La nieve seguía cayendo, y el timbre de la puerta sonó, devolviéndola a aquella atroz realidad.

Agneta Quill

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