Relatos Cortos,Terror

Frío, oscuridad y silencio.

La oscuridad, el silencio le rodeaban. No conocía el lugar dónde se encontraba. Estaba perdido. Comenzó a faltarle el aire. El desconcierto de no saber que le tapaba la boca, qué le impedía respirar le estaba volviendo loco. Un ruido, un chirrido de goznes llamó su atención. Hacía frío. Sus manos y sus piernas estaban sujetos por unas correas. Alguien más estaba allí con él. Podía sentirlo. La venda de los ojos había caído, y la luz de la habitación le deslumbró. En ese momento, pudo verla. Su capa negra como la noche, la envolvía transformándola en la peor de las brujas.

Un aire gélido le envolvió. Fijó la mirada en el rostro de su captora. La putrefacta calavera y sus cuencas vacías, sin vida, le saludaron. Un “no” transformado en alarido escapó de sus labios al descubrir que no estaban vacías, sino llenas de pestilentes gusanos. Sus huesos amarillentos y podridos le despertaban retazos de imágenes de la parca. Se movía, se acercaba a él, muy despacio.

El frío volvió. Todo estaba helado a su alrededor. De nuevo fijó sus ojos en ella. Bajo el oscuro manto respiraba un escalofriante esqueleto con unas afiladas uñas llenas de podredumbre. Comenzó a tocarle. Le arañaba, le rasgaba la piel. Sólo podía gritar “no”, mientras desgarraba su carne. Un dolor inhumano le atravesó la pierna. De su boca brotó una súplica cuando un río de sangre comenzó a manar de su extremidad despedazada. Podía sentirla recorrer su piel, líquida y caliente. No hubo tregua. La uña comenzó a ascender lentamente por todo su cuerpo. Otro grito escapó de sus labios. Aquella cadavérica mano se acercaba lentamente a su ojo. Lo tocó.  Jugaba… La garra se clavó en él. Lo arañó primero. Lo rajó después. Los gritos de dolor se convirtieron en alaridos de agonía. El infeliz le pedía, le suplicaba, le imploraba…, que lo arrancara de una vez, que lo sacara, que terminara. Clamaba por su muerte, le rogaba que acabará con su tormento.

Sangre, líquido vítreo, amalgamados, manaban  a borbotones. Goteaban, fluían por su rostro. Aquella sustancia viscosa se introducía en el oído, en la boca. Los ruegos se escuchaban por toda la habitación, buscando, en un vano intento, el final de aquel martirio.

No podía contenerla. El calor de la humedad acompañó el estampido de su orina. La risa diabólica de su captora atrajo su atención. No sabía si aquellas carcajadas eran por él, por su dolor… Y esa duda le atravesó el cerebro. Volvió a gritar. Volvió a implorar. Ansiaba que se detuviera, que parara.

La uñas volvieron a volar sobre el cuerpo. Planeaban buscando su próxima presa. Se cerraron, de golpe, sobre su pene. Un alarido nació de lo más profundo de su ser. Las cuatro garras se clavaron en la carne persiguiendo segar de golpe el miembro. Continuó implorando. Necesitaba morir. Imploraba su muerte. La sangre afloró cual río entre sus piernas, mientras le enseñaba la carne flácida y muerta de su falo. Se estaba desangrando. Ella continuaba. Le desgarraba con las uñas. Los lamentos y los gritos de dolor se entremezclaban con las carcajadas. Sabía que estaba disfrutando.

Súbitamente, las cuatro se clavaron en su vientre. Comenzó a despedazarlo por dentro. Removía las entrañas con la famélica mano. El dolor era insoportable. Suplicó perder la conciencia. No soportaba ver lo que le enseñaba…

Eran sus tripas lo que tenía entre los huesudos dedos. Tiraba de ellas, una a una. Jugaba. Eran viscosas, sanguinolentas. Volvió el frío. Sentía hielo en sus venas. Las garras seguían, continuaban removiendo su interior. Cada vez había más sangre. Su sangre…

Y retornó el silencio, volvió a envolverle la oscuridad. El gélido soplo regresó. Pero… no el dolor. Había desaparecido. Solo quedaban tinieblas, pero… Ella seguía allí, acechándolo, esperándolo. Un lamento ensordecedor rasgó su garganta.

Agneta Quill

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