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Dos caminos

Sus manos temblaban, se agitaban; sus labios trémulos apenas podían articular palabra. ¿Qué le había dicho? Le costaba recordarlo.

Frente a él: el rostro desencajado de Gloria, una lágrima asomando a los azules ojos, la angustia reflejada en los labios.

«No podía, ¡maldición!» Estaba en juego su vida, su futuro. Apenas era un chaval de dieciséis años. Respiró profundamente, hinchó el pecho, retuvo todo el aire, aguantó hasta que todo su ser le gritó que necesitaba oxígeno. Lo expulsó, y ante él se dibujó la respuesta.

—¿Estás segura? —la desafió.

—Sí. —le tembló la voz. —¿Qué vamos a hacer?

—¿Vamos? —preguntó en tono sarcástico. —No. Es tu problema.

—No puedes dejarme sola. No es justo. —Las lágrimas rodaban por las sonrosadas mejillas.

—Pide ayuda a tus viejos. Yo me borro ya.

—¿No vas a ayudarme? ¿Me estás dejando? ¡Dímelo!

—Sí. —metió las manos en los bolsillos de los vaqueros mientras se encogía de hombros. —Me piro, mi vieja me espera para cenar.

—¡Cabrón! Eres un malnacido. —estalló a sus espaldas.

Con la mirada perdida en el horizonte se alejó de ella. La amaba, pero él necesitaba tomar su propio rumbo: las palabras de Gloria, cargadas de reproches y lágrimas, se desvanecieron en el aire.

Se detuvo durante un segundo y la vio subirse al tren y en ese momento supo que la había perdido para siempre.

Agneta Quill

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