La siesta
—¡Ring, ring!
El sonido del timbre le despertó de su siesta. Se incorporó adormecido todavía. Observó por la mirilla y la anticipación recorrió sus venas. Abrió la puerta despacio…, saboreando el momento.
—Buenos días. Soy Rosa, represento a la Asociación de Vecinos. Estamos vendiendo unas papeletas para ayudar a la parroquia del barrio, ¿podría comprarme alguna? —la voz cantarina de la chica acabó por despertarle.
—Buenos días, preciosa. Por supuesto. Pasa y espera un momento mientras busco el dinero —Se hizo a un lado, dejando que la encantadora señorita le precediera hasta el salón. Y desapareció.
La mirada de la chica se deslizó hacia las ventanas que estaban parcialmente cubiertas. La penumbra en la que sumían al salón no la ayudaba a calmar los nervios. Entrecerró los ojos, intentando habituarlos a la poca luz que había. La sala que se abría ante ella se encontraba totalmente desnuda, exceptuando un maltrecho sofá que parecía hacer también las veces de cama, y la cantidad de basura que atestaba el suelo. Los restos de comida y las botellas de whisky a medio terminar se entremezclaban con una multitud de cintas de vídeo, y un cenicero rebosante de colillas. Continuó con su escrutinio hasta llegar a la moqueta verdusca que pisaban sus pies; parecía decorada por un mosaico de formas y sustancias indescriptibles; manchas y salpicaduras que la conferían un aspecto nauseabundo. Todo aquello era un espectáculo repugnante.
Un olor fétido, mezcla de tabaco, sudor…, y algo más que no pudo concretar, le inundó las fosas nasales, provocando que una arcada acudiera a su garganta. Levantó la cabeza, intentando ahuyentar las náuseas… No estaba preparada ante la imagen que captaron sus pupilas en el techo de la habitación. Allí, coronando toda la estancia había un inmenso espejo, que cual pintura reflejaba toda la inmundicia de la habitación, dotándola de una atmósfera de burdel de quinta. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Desvió la mirada de aquella dantesca visión, topándose con ello con una enorme pantalla que colgaba en una de la pared. Volvió a girarse, necesitaba salir de allí.
Una vieja cámara de vídeo que descansaba sobre un trípode llamó su atención. Detrás de ella, colgadas en el papel ajado de la pared, reposaban un gran número de fotografías. No podía verlas, y decidió acercarse a ellas. A medida que se aproximaba, su corazón comenzó a latir con fuerza. Se quedó paralizada. Delante de ella, en color sepia, diversos cuerpos se enredaban entre ellos, dispuestos en posiciones grotescas e imposibles rozando los límites naturales de la flexibilidad. ¿Dónde se había metido?
—Ya está, preciosa —La sobresaltó.
—¿Cuántas quieres? —su voz denotaba nerviosismo.
—¡Todas! —La sonrisa sardónica de su anfitrión la dejó ver unos dientes amarillentos y corroídos.
—Entonces, son cuarenta euros —Quería salir de allí.
—Ok. Pero no tengas tanta prisa preciosa. Podemos charlar un rato, al fin y al cabo, voy a quedarme con todo —Seguía sonriendo mientras la recorría lentamente con la mirada.
Sin previo aviso, aquel desconocido se giró y fue hacia el sofá; buscó entre las sábanas revueltas y encontró un paquete de cigarrillos. Se encendió uno y volvió a dirigir sus ojos hacia ella.
—Entonces…, cuarenta euros. Es barato…, preciosa.
Cada vez estaba más asustada y más asqueada. Buscó en su bolso las papeletas para dárselas. Le temblaban las manos. Quería salir de allí.
No le vio venir. Solo sintió el golpe en la sien y como todo se nublaba.
Agneta Quill