El principio del fin

El sol se coló por la ventana de la lujosa cocina. Saludaba al copioso desayuno que había preparado. Colocó el sirope de arce con sumo cuidado al lado del plato. A su marido le encantaba aquel brebaje. Miró sus manos temblorosas. Tenía que calmarlas, y las puso a trabajar. Metió un capsula en la cafetera, y en sus labios se coló una amarga sonrisa al pensar que aquella mañana sería la última vez que tendría que esconder las marcas debajo del maquillaje. Encendió un cigarrillo para acompañar el café. El humo calmó sus nervios. Y tranquilamente, se sentó a esperar.

—Buenos días — Ni la miró. «¡Mejor!», pensó ella, siempre había preferido su apatía. Reparó en él, en sus manos. Ellas eran la clave de las huellas que había en su cuerpo y en su alma. Eran tan difíciles de borrar…

El mastodonte se sentó delante de los huevos, el beicon y las tortitas. Cogió el frasco de sirope y comenzó a devorar la comida.

Y cayó. El cuerpo, inerte, se deslizó por la silla con los ojos fuera de las órbitas. De su boca salía un hediondo líquido verduzco consecuencia del veneno que había usado.

«¡Ya está! ¡Lo conseguí! ¡Dios! ¡Soy una delincuente! ¡Una asesina! ¿Qué pensarán mis hijos? ¡Te odio, maldito bastardo! ¡Nunca más!», las ideas bullían en su cabeza.

Alargó el brazo y al tocar el nauseabundo torso de su esposo, su mundo se oscureció.

El frío suelo de la acera la indicó que no se encontraba en su cocina. El ruido era insufrible. Sólo había rechinamientos y zumbidos a su alrededor. Levantó la mirada. Alucinó. El cielo estaba lleno de artilugios desconocidos para ella. «¡Naves espaciales!», pensó. Se levantó despacio, confundida, asustada con lo que veía. «Van vestidos con… ¿qué tela es esa? ¡Una ciudad galáctica», fue el pensamiento que acudió a su mente! Divisó a lo lejos lo que parecía ser un policía espacial y se asustó. Tenía que huir, escapar. Todo le era desconocido, extraño. «Debo preguntar a alguien», fue la única solución que encontró.

Y al tocar la espalda de uno de aquellos seres futuristas, ese nuevo mundo donde se hallaba se apagó.

Había vuelto a pasar. No entendía nada. Solo había vegetación a su alrededor. Los troncos eran enormes. El verde esmeralda de las hojas la asombraron. Algo viscoso y oscuro rodeaba su cuerpo. Miró hacia abajo.  

«¡Dios, es una ciénaga!», pensó aterrada. El fango se adhería a sus piernas. No podía moverse. Se hundía. Sintió una mirada fija en ella. Se giró. Ahogó un grito. El miedo se apoderó de ella. «¡Un dientes de sable!  ¡Voy a morir!», su mente se encontraba en shock. La bestia se preparaba para atacar. Y rugió. Retumbó en toda la selva. No fue el animal, que salió despavorido, si no el volcán que coronaba todo lo que alcanzaba la vista. Necesitaba salir de allí. Alargó su brazo. Tenía que agarrarse a algo. Las yemas de sus dedos casi la rozaban.

Y al tocar la rama, el peligro que la acechaba, desapareció.

La escena que veían sus ojos le sonaba demasiado. El bullicio de la calle, la cabina de teléfono, el chaval con el radiocasete en el hombro. La asaltó una sensación de dejavu muy intensa. Reconocía lo que la rodeaba. Cuando vio el edificio lo comprendió. Majestuosa, señorial. La puerta estaba abierta. Una voz interior la invitaba a pasar. Le susurraba. La seducía. Sus pies se dirigieron hacia el templo.

Y entró. Y lo supo. Todas las idas y venidas la habían llevado a aquel lugar y a aquel momento.

Era el día de su boda.

Quiso gritar. Quiso correr. Quiso llorar.

—Si alguien tiene algo que decir, que lo diga ahora o calle para siempre –la voz del párroco la sacudió.

—¡Yo! –el grito desgarrador cruzó el templo, dejándola exhausta y de rodillas ante la imagen del principio del fin de su vida.

Agneta Quill

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