El refugio

En aquel rincón tranquilo nuestras risas se entremezclaban con el viento entre los árboles. Siempre bajo la sombra de los viejos abedules y entre hierbas mal cortadas, creábamos mundos imaginarios.

¿Puedo jugar? —preguntó Pablete mientras bajaba la mirada y cruzaba los dedos detrás de la espalda.

Todos intercambiamos miradas furtivas, ninguno se atrevió a decir palabra, pero todos dejamos de trabajar en el fuerte.

—Hoy, no —contesté con voz decidida y el ceño fruncido.

—¿Por qué? —acertó a decir Pablete.

—Tú lo sabes muy bien. —Me giré y continuamos con nuestra construcción sin volver a prestar atención al pequeño.

Éramos un grupo de lo más peculiar, y nos encantaba pensar que aquella fortaleza hecha con ramas y mantas nos protegería de todo lo que sucedía a nuestro alrededor. Josete, con sus diez años era el aventurero del grupo, siempre disfrutaba metiéndonos en follones con las hermanas. Paquito, que entre risas le disculpaba, le seguía siempre en todas sus locas ideas. Gracias a Dios que la dulzura de Carmencita junto a la imaginación de Rosarito conseguía sacarnos de todos los problemas en los que nos metían los otros dos. Y luego…, estaba Pablete. Era el benjamín del grupo, curioso, inocente… siempre dispuesto a lo que fuera.

Pero aquel día no le permitiríamos participar en nuestros juegos, ya no.

De reojo, vi como el pequeño nos miraba desconcertado construir el fuerte. Ignorándolo le grité a Josete que me ayudara a terminar la puerta secreta. Los demás recogían piedras para el camino. La gran construcción con sus ramas, sus hojas formando las paredes, las flores que Rosarito se había empeñado en colocar en un lateral del frontal, era nuestro hogar, nuestro refugio.

—¡Hurra! Acabamos. —gritamos todos entre risas.

—¿Quién quiere ser el primero? —pregunté.

—¿Puedo? —La ilusión brillaba en los ojos de Pablete ante la idea de ser él.

—¡No! Tú no. ¡Eres un rajado! —aullé.

—¿Qué pasa Marieta? —Rosarito no entendía nada.

—¡Él lo sabe! ¡Dilo! ¡Dilo! —Las lágrimas me empapaban el cuello del uniforme. —O se lo cuentas tú o lo hago yo —sentencié entre sorbitones.

Pablete, en el centro del corro que habíamos formado, nos miraba con miedo y duda. Se agachó formando un ovillo con su pequeño cuerpo.

—Yo…, yo no quería. Sor Ángela dijo que era lo mejor.

—¿Qué cosa era lo mejor? —Carmencita, como siempre, intentó mediar.

—¡Le han adoptado! —estallé, liberando toda la tensión con aquel grito.

Un denso silencio recorrió cada rincón del jardín y nubes negras empañaron el cielo. Nuestro grupo se rompía, el pequeñajo se iba, nos dejaba allí. Él tendría una familia, nosotros no.

—Yo no quiero irme. Marieta, tú lo sabes. ¿Paquito?… ¡Decid algo!

—Pablete vas a vivir en una casa de verdad. Tendrás una habitación, tus propios juguetes. Vas a tener una mamá y un papá, que te van a cuidar, a querer. Y nosotros… —Carmencita nos miró uno por uno. —Siempre te querremos, porque siempre seremos tu familia, ¿verdad, Marieta?

—Sí.

Y a pesar del dolor compartido, la pena de la despedida, la amarga realidad de que él se iría y que todos los demás seguiríamos esperando…, las risas volvieron, la magia disipó las nubes negras. Pablete inauguró el majestuoso fuerte con una gran sonrisa dibujada en el rostro y yo supe en aquel mismo instante que el lazo que nos unía trascendería a las vicisitudes que nos planteara la vida a cada uno de nosotros.

Agneta Quill

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