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La gallinita ciega

“¡Estoy tan hambrienta!”

El sol primaveral de abril calentaba a todos en el jardín. Las rosas apenas habían abierto sus capullos, las margaritas se desperezaban buscando un rayo de luz, y la enredadera se curvaba cual serpiente buscando volver a la vida.

Las jóvenes reían, cuchicheaban, disfrutaban bajo la sombra del limonero, compartiendo secretos, sueños…, todas menos una, callada, solitaria…

“Acércate…, ven…”

¿Qué hacía allí? Se sentía una impostora, una intrusa. Quería irse, huir, pero…, sus nuevas amigas le habían preparado una sorpresa, ¿cuál sería?

“El olor de tu sangre está devorándome las entrañas.”

¡Jugarían a la gallinita ciega y ella sería la primera! Entre carcajadas la vendaron los ojos y giró, y giró…, demasiadas veces. No sentía el suelo firme, todo daba vueltas a su alrededor. La sacudió el miedo, un miedo inmenso a caer delante de ellas. Respiró hondo, el aire primaveral inundó sus fosas nasales, ¡era parte de algo, era feliz!

“¡Ahora!”

Un empujón, y otro más, hasta que cayó. ¿Qué sucedía? Todo eran gritos, aullidos, carcajadas.

—¡Basta! —gritó a la vez que se desprendía del pañuelo.

Fue delicado al principio, una brillante hoja la acarició el tobillo. La rama la siguió, abrazando la pierna de la chica. El verde abrazo la oprimía. Violento. Fuerte. Comenzó a subir. Primero su rodilla. Luego su muslo. La hacía daño. La lastimaba. Su vientre. Su inocente pecho. Su delicado cuello. La estrangulaba. La ahogaba. La envolvía. Demasiado. Y tiró…

La arrastró por el césped, y sus aterrados ojos la admiraron: Inmensa, poderosa y hambrienta.

—¡Ayuda! —aulló desesperada, buscando las miradas que la observaban con deleite.

“No te resistas. No luches contra mí.”

Una insidiosa letanía la arropaba, mientras que su cuerpo desaparecía entre la espesura de la hermosa enredadera, de aquel maravilloso jardín, en aquella cálida tarde de primavera.

Agneta Quill

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