Caballito

La habitación era rosa. Nunca le había gustado ese color. Estaba abarrotada de juguetes de todos los tamaños y formas.

—¿Jugamos? —La voz dulce y melosa lo hizo volverse. La media sonrisa dibujada en el envejecido rostro apenas lograba ocultar lo que sentía.

Levantó la pequeña mano y señaló un rincón dónde descansaba un caballito de juguete. Era precioso. Nunca había visto algo así. Quería jugar con él.

—¿Podemos jugar a indios y vaqueros? —preguntó el niño, pero su voz quedó atrapada cuando unas enormes manos lo levantaron de golpe.

—Vamos a jugar a otro juego, y luego si quieres jugamos con el caballito —La voz de su amigo se endureció. No le importó. Tenía muchas ganas de jugar con el caballito.

Su cara se iluminó con una sonrisa y lo abrazó.

—¿Dónde vamos? —le preguntó volviéndose hacia él, con una sombra de duda en el rostro infantil.

Salieron a un pasillo largo y oscuro. No sabía hacia dónde iban y, eso lo inquietaba.

—A otra habitación, donde tengo más juguetes —La sonrisa y la voz melosa volvieron de nuevo.

Entraron en un cuarto distinto. Había muchas cosas, pero no le parecían juguetes. La luz era más tenue que en el anterior. «Por lo menos no es rosa», pensó el niño mientras su nuevo amigo le dejaba caer al suelo.

—¡Me has hecho daño! —sollozó, pero su voz murió al ver el rostro clavado en él.

Alguien tocó el timbre… Una y otra vez.

De repente, todo fue ruido, estruendo. La habitación se llenó de extraños. Corrían de un lado a otro sin reparar en él. Se alejó, buscaba un rincón dónde acurrucarse. «¿Qué está pasando?» se preguntó rodeado de voces lejanas y confusas que dañaban sus oídos.

Buscó a su amigo. Estaba hablando con un policía. ¡Había policías por todas partes!

—¡Pablo! ¡Pablo!, ¿Dónde estás? —Era la voz de su mamá.

—¡Aquí! –Corrió hacia ella.

—Se llevan a mi amigo mami –La duda y el miedo se reflejaban en sus ojos.

—No pasa nada cariño. No te preocupes, todo está bien.

Pablo miró a su madre. Había lágrimas en su rostro… No acababa de entender que había ocurrido, pero algo no estaba bien. Su mamá estaba llorando…

—Mamá, podemos irnos a casa —dijo, dándole la mano. No quería verla llorar.

—Sí Pablo…, vámonos. —Ella dudó un instante.

Pero entonces esbozó una sonrisa, pequeña y débil, y eso fue lo único que a él le importó.

Agneta Quill

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