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Reflejos a medianoche. Cap. IV

Capítulo IV.

A la luz del mediodía, las vistas desde la terraza de aquel ático seguían siendo impresionantes. El informe de balística era contundente: la bala alojada en el cuerpo de Arthur Torrance había salido de la pistola que encontraron en la escena del crimen. Esa arma estaba registrada a nombre de su hijo. Demasiado fácil. Sus tripas le decían que aquello no era tan sencillo.

—Buenos días, detective. ¿A qué debo el honor? —le saludó un somnoliento Philip entre bostezos.

—Buenos días, señor Torrance. No me voy a andar por las ramas. —Dio una calada al cigarrillo. —Balística ha confirmado que el dueño del arma con la que dispararon a su padre es usted.

—¡Diablos! Imposible. ¡Yo no maté a papá!

—Las pruebas dicen otra cosa. Además, discutió con él aquella noche, tenía motivos.

—¡Maldición! Estaba vivito y coleando cuando se fue a nadar. ¡Cómo hacía todas las condenadas noches! —Aquel playboy graznaba como una mujercita en apuros. —Además, ¿qué ganaba yo matándolo? ¡El malnacido me había desheredado! ¡A mí! ¡Su único hijo!

—Disculpe señor, pero le busca la policía. —dijo el mayordomo precediendo al inútil de Murphy.

—¿Pero que ven mis ojos? Si se me ha adelantado el gran detective de Nueva York, Rick McCloud. —Entreveía sus asquerosos y amarillentos dientes a través de la sonrisa socarrona con la que le obsequió.

—Cállate Murphy, y no agites tus encías como un chota de tres al cuarto.

Tras explicarle sus dudas, Murphy ignoró todo su razonamiento. ¡Maldito inútil! Simplemente había puesto las esposas a Philip y se había marchado con él a la comisaría. Pero algo no cuadraba en aquel caso. ¿Qué ganaba aquel playboy matando a su única fuente de ingresos? Rumiando todas sus dudas, abandonó el ático y se dirigió de nuevo a la mansión Torrance, en busca de más información.

Le recibió la doncella y le acompañó al salón, dónde se encontraba la viuda. ¡Dios, esa mujer cortaba la respiración!

—Buenos días, señora Torrance. Siento ser portador de estas noticias, pero la policía acaba de detener a su hijastro por asesinato.

La expresión de la viuda cambió instantáneamente. Vio sus labios temblar ligeramente y sus ojos verdes nublarse con una emoción calculadamente controlada. Un suspiro, apenas perceptible, escapó de sus jugosos labios, quizás intentando contener una reacción más intensa.

—Muchas gracias. Pero ahora deberá disculparme, tengo una cita que no puede esperar. —Era una gata satisfecha jugueteando con una de sus afiladas uñas en el respaldo del sillón. —De todos modos, Mildred puede ayudarle.

Y sin cruzar más palabras, aquella cautivadora mujer abandonó el salón dejándolo solo entre el humo del pitillo. No se lo había acabado, cuando Mildred emergió de las sombras asolada por un mar de lágrimas.

—¿El señorito Philip? ¡Imposible! Él no sería capaz de matar a su padre. ¡El, no!

Después de apagar el cigarrillo en un cenicero a medio llenar, se acercó a consolar a la anciana que entre sollozos seguía farfullando incoherencias.

Intentó tranquilizarla. La explicó que Philip era simplemente un sospechoso, que su detención no significaba nada… Sólo quería que se calmara.

—Lo sé, lo sé. Pero no es justo. Él está detenido y otros están en la calle. ¿Dónde está el amiguito del señor? ¿Sabe que aquella noche estuvo con él? ¿Aquí, en su propia casa? —le preguntó en tono desafiante. —Necesitaba más dinero para sus cuadros. ¡Ja! Menuda sanguijuela, cómo la fulana… —Y en ese instante, tapándose la boca, Mildred desapareció de su vista, dejándole con la palabra en la boca.

Agneta Quill

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