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El cardo entre las rosas. Capítulo I.

El sol de julio se filtraba a través de los cortinajes del despacho del Duque de Wellesley, augurando un cálido día en el condado de Somerset. Tres golpes secos en la puerta de la estancia anunciaron la presencia del detective, el cual entró y sin que el noble dispusiera de tiempo para saludarlo volvió a salir; y tras dar media vuelta, tornó por segunda vez a penetrar en la estancia para acto seguido abandonarla sin percatarse de que los ojos del lord se salían de sus órbitas. Lo repitió por tercera vez, y cuando el investigador concluyó, se encaminó al encuentro del hombre que, emitiendo resoplidos entrecortados, lo aguardaba en el centro de la sala

—Su excelencia, duque de Wellesley —dijo el hombre vestido con uniforme de policía. Se dirigió hacia la mesa principal y con los nudillos emitió tres golpes. —Su excelencia, duque de Wellesley —volvió a repetir tras una deliberada pausa. Ahora, el detective se encaminó hasta la mesita de las bebidas; dónde, con el puño cerrado, volvió a dar a la madera cómo había hecho antes. —Su excelencia, duque de Wellesley —reiteró por tercera vez el investigador. Ya situado frente al noble inglés; juntó sus pies y emitió un chasquido con las botas. —Se presenta ante usted, el detective James Radcliff, a su servicio y al de Su Graciosa Majestad.

—¿Demonios? —Los ojos abiertos y la mandíbula desencajada destacaban en las facciones del noble. —¡George! ¡Ven inmediatamente! —su grito retumbó por toda la mansión.

—Sí, milord —dijo el mayordomo, apareciendo segundos después de la llamada de su señor.

—¿Quién es este bufón? —preguntó Lord Robert Arthur Gascoyne, observando fijamente al detective, que absorto en algún punto indeterminado del techo de la estancia no paraba de devorar lo que restaba de sus malogradas uñas.

—El investigador que me mandó buscar, milord.

—Y el sheriff Perkins, ¿dónde está? —preguntó el noble mientras que con la mano derecha se mesaba el cabello.

—En Londres, milord. No regresará hasta dentro de dos días.

Tras gritar varias maldiciones y que el mayordomo abandonara el despacho cerrando la puerta tras de si; aquel honorable miembro de la cámara de los lores dirigió toda su atención al hombre moreno, vestido con uniforme policial que ahora se encontraba inspeccionando con suma atención el labrado de una de las patas del escritorio.

—Radcliff, me ha dicho, ¿verdad? —dijo mientras que se masajeaba las sienes. —¿Por dónde comienzo? Creo que lo mejor será que lo haga por el principio —Lord Gascoyne empezó a relatar todos los sucesos que habían acontecido en la mansión durante las últimas veinticuatro horas.

El discurso del hombre arrancó con la fiesta de la noche anterior, para luego continuar con sus rutinas diarias. Mientras, el servidor de la ley, se dedicó a caminar por toda la estancia, observando desde las estatuas que la adornaban hasta los delicados relieves de los muebles de caoba que ocupaban el centro del despacho, abstrayéndolo de aquello solo la cantidad de sudor que secaba de su frente. Lo hacía con un amarillento pañuelo que sacaba y guardaba, una y otra vez, del bolsillo de su casaca.

—¡Mi heredero está muerto! —gritó el duque, sobresaltando con ello al investigador.

—¿Su primogénito? —inquirió Radcliff a la par que volvía a extraer el pajizo pañuelo.

—¡Maldición! ¡Claro que es mi primogénito! —bramó el noble. —Además, sospecho que lo han asesinado.

—Lord Gascoyne… — Las cejas de Sir Robert Arthur se elevaron a la vez que su mandíbula caía al observar al detective. —Lord Gascoyne… — La vena del cuello del duque comenzó a palpitar mientras que sus nudillos se tornaban blancos por la presión que sus puños ejercían sobre el respaldo del sillón. —Lord Gascoyne… —Los resoplidos que escaparon de la garganta del aristócrata retumbaron en toda la sala. —¿Por qué cree que lo han asesinado?

—¡Dios me guarde! —exclamó el duque. —No lo sé, la única certeza que tengo es que mi hijo ayer se encontraba totalmente sano y hoy está muerto.

—¿Dónde encontraron el cadáver?

—En su cuna, en la habitación de su madre. —El rostro del lord se contrajo fuertemente. —Debo concederle que no es lo habitual, pero lady Petunia, siempre ha querido tenerlo cerca de ella, aunque si debo serle sincero, nunca he entendido el porqué.

—¿Podría inspeccionar los aposentos de la duquesa y el cadáver del bebé también?

—Por supuesto. Permítame que avise a alguien, para que pueda acompañarlo a las habitaciones de lady Petunia.

*******

El llanto de la madre le saludó antes de que atravesara por tres veces consecutivas la puerta de la alcoba. Allí, se encontró, medio tumbada entre los almohadones de la cama a la duquesa llorando descontroladamente; la dama que la intentaba calmar, emitió un grito de sorpresa, tras lo cual se incorporó dispuesta a encarar al intruso.

—¿Quién es usted? —le interrogó con voz aguda la mujer que sujetaba la temblorosa mano de la dueña de la mansión, que lo miraba con el rostro desencajado. —¿Cómo se atreve a irrumpir de este modo en los aposentos de la duquesa?

—Buenos días, miladys —saludó él, tras propinar tres golpes en el tocador abarrotado de todo tipo de productos femeninos. Las dos mujeres le observaban con estupor y terror en sus pálidos rostros.

—¿Podría abandonar el aposento de lady Wellesley? —La dama se colocó junto a la entrada de la estancia y con gesto arisco le indicó la salida.

—No —contestó secamente a la pregunta de la dama de compañía. —Permítanme que me presente ante ustedes: Detective Radcliff, a su servicio y al servicio de su Graciosa Majestad —contestó dirigiéndose hacia la mesita del té dispuesto a continuar con su ritual. —El duque me ha dado permiso para inspeccionar la escena del crimen —Casi consiguieron romperle los tímpanos los estridentes gemidos que emitió lady Petunia.

—¿Qué hace milord? La duquesa se encuentra indispuesta, como ve. ¿Podría dejarnos a solas? —Sus oídos no podían asimilar el sonido punzante que emitía aquella mujer cada vez que hablaba; sentía como ese graznido taladraba cada uno de los rincones de su cerebro, al igual que hacía con los de la mansión.

—Discúlpeme lady Gascoyne… —Los petrificados rostros de las dos damas no le pasaron desapercibidos. —Lady Gascoyne… —Volvió a pronunciar, según su ritual, el nombre de la dama ante la cara de asombro de las dos mujeres. —Lady Gascoyne… —Obviándolas, se dirigió a la mesilla de noche junto a la cual se encontraba el menudo cuerpo de la duquesa, que sobresaltada dejó escapar un grito de terror.

—¡Basta! ¡Márchese de mis aposentos! Lady Birdwhistle, por favor, haga que se vaya —Revisó toda la estancia en busca de la presencia de otra mesa, absorto en terminar su ritual y encarar la tarea de buscar pistas, mientras que la noble volvía a ser presa de un llanto asolador que vibraba a partes iguales en su cabeza y en toda la estancia decorada con tonos pasteles y dorados

—Me encantaría, pero en estos momentos me es imposible —concluyó, dirigiendo toda su atención al capazo situado junto a la madre. —Les tengo que solicitar que abandonen la habitación para poder llevar a cabo la correspondiente inspección de la escena del crimen —Elevó su mano derecha indicando a las damas la puerta abierta de la estancia, tras lo que la guardó entre los botones de la casaca y esperó a que las dos mujeres salieran para poder comenzar con sus pesquisas.

El cuerpo del niño estaba morado e inerte. ¿Había sido una muerte natural? Y si no lo había sido, ¿cómo lo habían matado?; ¿qué pruebas había dejado el asesino? Cuando retiró la manta que lo cubría pudo sentir el frío del cadáver a través de las ropas que llevaba todavía, por lo que dedujo que nadie había tocado al bebé tras su fallecimiento. Con sumo cuidado las apartó. Las marcas de unas manos en el cuello del niño captaron su atención. La indefensa criatura había sido asesinada, fue la conclusión a la que llegó Radcliff en aquel instante, pero tras aquella revelación, más preguntas le bombardearon durante el tiempo que dedicó a revisar minuciosamente la escena del crimen. Debía inspeccionar toda la habitación con suma atención; ¿por dónde comenzar? Lo primero que le llamó la atención fueron unos cabellos cuyo color parecía estar fuera de lugar entre las prístinas sabanas de capazo; recogió las fibras capilares y con sumo cuidado las depositó en el interior de uno de sus sobres para recoger pistas que siempre llevaba en el bolsillo de la casaca.  Tras guardarlo continuó con su inspección lo que le llevó a tomar con sus huesudos dedos una taza abandonada en la mesita de noche, la cual instintivamente acercó a su experta nariz; reconoció inmediatamente el olor a perfume plomizo y alcanfor que desprendían los restos de té que aún contenía. Durante unos minutos analizó los hallazgos: el tono de los cabellos no coincidía ni con el de la duquesa ni con el de su dama de compañía; además estaban los residuos de la taza. Alguien, premeditadamente había conseguido sumir a la aristócrata en un sueño profundo…

Continuará…

Agneta Quill

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