Misterio,Relatos Cortos

La hora feliz.

Como todas las noches, al sonar la campanilla y dar comienzo la hora feliz, la taberna Bierkrug vibraba con el rugido atronador de voces que demandaban su cuota de alcohol. En la barra dos hombres, ajenos a aquel bullicio, degustaban sus bebidas; el primero, bajito y encorvado, con una cara dominada por una aguileña nariz, coronada a la vez por dos enjutos ojos, sostenía una jarra fría de cerveza; mientras que el otro, guapo como el demonio, con una mirada fría y dura como el acero, y un alma oscura como la noche, daba largos tragos a su whisky.

—¡Joder! ¿Estás borracho? —vociferó Lucius desde el suelo.

Nunted, quien lo había derribado del taburete, lo miró desafiante, durante un segundo, para acto seguido devolver su atención al vaso casi vacío que tenía delante de él. Odiaba a aquellos tipejos, no podía soportar su hedor. Necesitaba acabar aquel maldito encargo de una vez, darse una buena ducha y buscar a alguna fulana para pasar un buen rato. No pintaba mal el plan. Tan absorto se encontraba que no vio venir el puñetazo que se estrelló contra su mandíbula.    

—¿Aquí o en la calle? —Lucius miraba a su adversario con los puños levantados en señal de ataque.

Con la agilidad de una pantera, adquirida durante sus años de entrenamiento en Quántico, Nunted se incorporó devolviéndole la agresión a aquel viejo conocido. Era su objetivo. Durante una larga temporada se había infiltrado en los bajos fondos, cambiando su identidad, buscando a aquel ladrón capaz de encoger su cuerpo y colarse en los lugares más diminutos.

Ambos hombres rodaban por el suelo, enzarzados en una brutal pelea. Los dos sangraban copiosamente. Nunted lucía una ceja partida, mientras que Lucius tenía un diente roto. Todos en el bar, entre gritos y aullidos, los jaleaban e incitaban a que continuaran con el enfrentamiento. Aprovechando la confusión y con todo el sigilo que pudo, el detective introdujo la mano en el bolsillo de su oponente, sustrayéndole lo que sus clientes anhelaban recuperar.

—¡Basta! En mi taberna no hay peleas. —el vozarrón del barman los hizo detenerse súbitamente. —La casa os invita a la siguiente ronda. —El camarero colocó las bebidas en la barra con un golpe seco, mientras que su mente acariciaba la idea de mandarlo todo al cuerno. Cada noche soportaba menos el tufo a alcohol de aquellos desgraciados que adornaban su taberna. Deseaba volver al calor de los aplausos, al ring de boxeo, allí donde siempre fue el rey. ¡Cómo añoraba aquellos tiempos!

—No te enfades Roland. —Lucius conocía la fuerza sobrehumana de aquel hombre. —Hoy tenemos que celebrar, ¿verdad amigo? —continuó dirigiéndose al hercúleo espécimen humano que limpiaba en ese instante una copa. En los brazos de aquel Sansón podían admirarse todo tipo de frases soeces capaces de sonrojar a un marinero.

—Si tú lo dices —siseó irónicamente el detective.

—¿Sabes de mi habilidad? Sí, claro… Pues esta vez me ha proporcionado el mejor botín del mundo… —continuó Lucius dirigiéndose al barman a la vez que introducía la mano en el bolsillo de su gabardina en busca del diamante que había robado.

<< Lo revisó. Una y otra vez. Allí no había nada. Juraría… Sí, seguro que estaba allí. A no ser… ¡Joder! Aquel desgraciado se lo había quitado en la pelea. ¡Maldito bastardo! Le haría morder el polvo.

Levantó la mirada, dispuesto a enfrentarse de nuevo a aquel desconocido que le había mangado su última adquisición. La sorpresa fue mayúscula cuando se encontró frente al cañón de una nueve milímetros que le apuntaba directamente a la cabeza.

—Pero, ¿quién coño eres tú? —le preguntó Lucius alzando la voz.

—Dile a tu amigo que cierre esa bocaza que tiene y aquí no pasará nada —dijo Nunted dirigiéndose a un ojiplatico Roland que observaba toda la escena, parapetado detrás de la barra.

—Eres un…

Y súbitamente el televisor se fundió en negro…

—¡Joder mamá! ¿Por qué has apagado la PS4? Estaba en lo mejor de la partida.

Agnes Quill

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