Mi bella criatura

La alegría reinaba en la casa aquella mañana. El sol entraba a raudales por la ventana de la cocina, bañando la mesa con la promesa de un día tranquilo. Todos estábamos desayunando en la cocina. Entorné los párpados por un segundo y, absorbí el leve sonido del cuchillo al raspar la mantequilla, el suave tintineo de las cucharillas en las tazas de café… Un remanso de paz.

Los abrí y vi a Mel, mi hija mayor, devorar las tostadas con hambre voraz. La miré detenidamente. Era bellísima; el pelo dorado cayéndole en suaves ondas y unos ojos azul cielo que siempre lograban desarmarme. Nunca le perdonaré a Dios el castigo que nos infringió a través de aquella adorable criatura. La dejé en compañía de mi mujer y salí disparado al trabajo. 

Apenas había conseguido sentarme en mi escritorio cuando el teléfono comenzó a sonar. Una mano invisible apretó mi garganta… Tomé el auricular. En el fondo de mi alma temía escuchar lo que la voz del otro lado quisiera decirme.

Era Helen, mi otra hija. No lograba entenderla, el aparato solo vomitaba gritos y aullidos, entremezclados con sollozos. Una batalla campal se estaba librando al otro lado y yo era testigo ciego de ella. Grité su nombre, vociferé el de mi mujer, aullé el de Mel. Una, dos, tres veces…, y cada una de ellas con más desesperación. Ninguna me contestó. Volví a intentarlo, más fuerte. Nada, sólo seguían los alaridos y los chillidos.

Mi mente no hilvanaba pensamientos lógicos sobre lo que estaba escuchando. Dejé caer el teléfono, el cordón que me unía en esos momentos a mi hogar, y salí disparado como si todo el oxígeno se hubiera concentrado en ese instante en mi casa.

Abrí la puerta de la casa. Un coro de alaridos procedentes de la cocina me saludó al entrar. Frente a mí, un espectáculo macabro dónde la misma muerte había pintado cada rincón.

La estancia era un cuadro impresionista de rojos sanguinolentos, que un inepto pintor hubiera hecho con brochazos grotescos. Mel se aferraba a un hacha como si de un salvavidas se tratase, mientras que su hermana chillaba presa del pánico acurrucada en un rincón, todavía con el auricular aferrado en su mano.

Mi mirada quedó clavada en la cabeza reventada de mi esposa, donde todavía descansaba el hacha que la había desgajado por la mitad. Dirigí la atención de nuevo a mi bella criatura. Mi pequeña Mel. Había caído de rodillas y balbuceaba una canción. Una melodía inconexa, que sonaba vagamente familiar, una de esas canciones que mi esposa solía tararear. Aquella música junto a los aullidos de su hermana taladraba mis oídos, atrapándome en una burbuja surrealista, abstrayéndome por unos segundos de aquella cruda realidad.

Mis ojos deambularon por toda la estancia: encima de la mesa estaba todavía el desayuno a medio comer, las sillas derribadas, el rastro de la sangre de mi mujer en el suelo blanco.

Un grito de Mel me sacudió el alma devolviéndome a la realidad. Me acerqué a ella despacio, muy lentamente. Se giró hacia mí, me detuve, temeroso de que fuera yo su siguiente víctima y reparé en el amasijo temeroso que era su hermana, la imploré con la mirada que no se moviera, que no hablara, que no respirara.

Mi bella criatura se levantó, todavía con el hacha en la mano. Su pequeño cuerpo temblaba. Venía hacia mí. Sus vacíos ojos me produjeron escalofríos. Intenté recordar cómo la calmaba mi esposa y, la dulce melodía que siempre funcionaba surgió torpemente de mis labios. Se detuvo y el arma resbaló de sus delicados dedos.

Unas cristalinas lágrimas comenzaron a rodas por sus mejillas. Había vuelto a ser ella. Retomé el camino hacia mi frágil hada, muy despacio, como antes. Miraba alrededor, veía lo que yo: toda la cocina ensangrentada, a Helen aterrorizada con los ojos hinchados de tanto llorar, y a su madre muerta con el cráneo destrozado.

Fue una fracción de segundo, no me dio tiempo a reaccionar. Las agiles manos de la bella criatura tomaron la plateada hacha, tan rápido como antes la había soltado y, con un movimiento certero la incrustaron en su dorada cabecita, sesgando así su propia vida.

Agneta Quill

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