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Superviviente

El naranja nunca fue mi color. Allí, tumbada, con aquella aguja atravesándome el brazo, el único pensamiento era ése. Atrás quedaron mis manos manchadas de sangre, su sucio cuerpo, la culpa… La manecilla del reloj se movió, un minuto más y todo acabaría, la muerte recorrería mis venas.

Cerré los ojos. Un bramido lejano me hizo reaccionar.

Levanté los párpados. ¿Dónde estaba? Alcé la mirada. Había mucha vegetación. Aquello era una selva. Otro bramido. Agudicé la vista. ¡Joder! ¿Un diplodocus? Definitivamente no estaba en la sala de ejecuciones. Reparé en mis manos. Un líquido rojo y viscoso las impregnaba. Junto a mí, estaba él. Su rostro inerte me impresionó, como la primera vez. La sangre manaba a borbotones de la herida de su cabeza. Las imágenes de aquella fatídica noche me atravesaron como afilados cuchillos. Escuché gritos. Levanté la mirada. ¿Cavernícolas? ¿De verdad? Una jauría de hombres en taparrabos se acercaba a mí blandiendo lanzas en las manos. Los gruñidos cada vez estaban más cerca.

Cerré los ojos. No quería ser testigo del final…

El frío del acero me despertó. Unas cadenas aferraban mis muñecas al suelo. El sol me cegaba. Los gruñidos habían sido sustituidos por gritos y alaridos. Sus voces me atravesaban: “¡Muerte a la asesina!” Levanté la mirada. Miles de ojos acusadores me observaban. El sonido de las poleas llamó mi atención. Tres puertas se abrieron. Las bestias me rodearon. La masa furibunda los azuzaba. Cada vez estaban más cerca. Sus garras arañaban el suelo. Un fétido aliento se escaba por sus fauces abiertas. ¿Qué me arrancarían primero? ¿Vería mis tripas tiradas en la arena? No quería morir así.

Cerré los ojos. Imploré clemencia a un Dios que me había olvidado.

Reaccioné con el olor. Olor a carne quemada. ¡Mi carne quemada! Miré alrededor. Estaba en una pira junto a un castillo. Unos hombres con yelmos en sus cabezas me acusaban. Sus voces eran distintas, pero el mensaje era el mismo: “¡Matad a la bruja! ¡Asesina!” Dolía. Mucho. Las llamas laceraban mis piernas. Sentí como se quemaba la piel, los músculos. Pronto llegarían al hueso. Un grito desgarró mi garganta. El fuego ascendía. Abrasaría mis entrañas. No aguantaría mucho más. Miré sus caras. Les supliqué piedad… Sólo había gritos, acusaciones…

Cerré los ojos. Sólo quería morir.

El frío me devolvió a la realidad. Aquellos ojos ausentes me observaban. Me señalaban y murmuraban: “Abran las compuertas. ¡Asesina… Asesina!” Me giré. Estaba dentro de una cápsula. Seguían sus susurros en mi cabeza. Atrás quedaba la puerta de la nave espacial. Agucé la mirada. Ante mí, sólo estaba la negrura del espacio exterior. ¡Cruel destino! Morir así. De hambre. De sed. ¡Oh, no! De asfixia. Grité. Pataleé. Empujé con todas mis fuerzas. Nada. Pensé… ¿Qué ganaría saliendo de aquel ataúd de cristal? No había salida. El oxígeno se terminaba. Arañé el vidrio, y la sangre brotó de las uñas. Mi cabeza iba a explotar. Las lágrimas me arrasaron el rostro. Apenas podía respirar…

Cerré los ojos. Había llegado mi hora.

Al regresar, todo había cambiado. Tardé algunos segundos en entender que estaba de vuelta en la sala de ejecuciones. Pero…, no era yo la de la camilla, ni la de la inyección letal. Me incorporé. Vi su cara. El rostro de mi violador.

Agneta Quill

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