Relatos Cortos,Terror

La doncella de hierro

La luz tenue de las antorchas vibró con el crujido que resonó en toda la mazmorra, y esa puerta abierta le enseñó de golpe su destino.

Las correas quemaban su piel. Sentía la dura madera en su espalda. La angustia comenzó a apoderarse de ella.

—¿Adoras a Satán?

El potro comenzó su trabajo. Todos sus músculos protestaban. Quemaban. Acudieron las lágrimas a sus ojos. “¿Cuándo acabaría aquel tormento?”

El verdugo volvió a tirar de la palanca. Se rompería en mil pedazos. El dolor recorría todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo. No aguantaría. Quería gritarle que no, que ella no era una bruja, pero las palabras no conseguían abrirse paso a través de sus labios.

Otra vuelta más.

—¿Adoras a Satán, bruja? —esa insidiosa voz la devolvió a la realidad.

Había una tina delante de ella. “¿Cómo había llegado allí?”

Su boca y su nariz se llenaron de agua. No podía respirar. Intentaba levantar su cabeza pero no lo conseguía. Algo la empujaba hacia abajo. Iba a morir. La tiró del pelo y sintió como se desprendían algunos mechones. Comenzó a escupir. El agua salía a partes iguales de su boca y de su nariz.

—¿Adoras a Satán, bruja?

Volvía a no respirar. No podría aguantar mucho más aquella tortura. Notaba todas sus articulaciones rotas y sentía como el líquido comenzaba a penetrar en sus pulmones. Todo se mezclaba, su martirio, su sufrimiento, su agonía. “¿Saldría viva de aquel lugar?”, la pregunta la atravesó como un rayo.

—¿Adoras a Satán, bruja?

El frío la despertó. Era punzante y la atravesaba los jirones de su vestido. Cientos de agujas pugnaban por penetrar en su espalda. La cara diabólica de su inquisidor seguía allí. El verdugo la empujó. Esas puntas se clavaron en su piel. El hielo se convirtió en calor. El fuego que recorría su cuerpo se mezcló con la sangre que brotaba de su espalda.

Sus huesos no podían más. Su mente estaba al límite. El dolor la atravesaba. Su alma amenazaba con abandonarla.

—¿Adoras a Satán, bruja?

—¡No! —su voz era un grito desgarrador que se escapaba de su maltrecho cuerpo.

Esa manaza volvió a empujar su pecho. Esta vez las púas se clavaron con más fuerza. El tormento amenazaba con alcanzar su grado máximo. Estaba completamente ensartada en aquel artilugio. Notaba un charco en sus pies. Era su propia sangre mezclada con su orina.

—¡Quiero que acabe!

—¿Adoras a Satán, bruja? Sólo tienes que decir la verdad y tu agonía acabará.

—¡No!

El sarcófago se cerró. Todo se oscureció. Dejándola sola con la desolación y el martirio de cientos de puñales atravesándole el cuerpo.

Agneta Quill

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