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El arqueólogo

Sus pies se detuvieron de repente. El camino había sido arduo y largo. Jamás pensó que su cuerpo y su mente aguantarían tantas penurias. Puso la mano sobre los ojos y se permitió deleitarse durante un fragmento de segundo con lo que se extendía delante de él. 

Astrales hojas, grandes, pequeñas, se entremezclan augurando el fascinante y mágico camino que encerraban. La fresca hierba lo envolvía todo, guardando en su seno arcano enigma, piedras de todos los tamaños y formas, vestigios de otras épocas que rodeaban y custodiaban la puerta del seductor pasadizo. La fuliginosa entrada estaba rodeada por antiguos pedruscos, cuál mano azteca, encajó mágicamente para así poder coronar el misterioso pórtico con un dintel, buscando siempre recordar a Quetzalcóatl. La arcada estaba apuntalada en el hueco del roble centenario, invitando a descubrir sus más jugosos secretos. Las enérgicas ramas del alcornoque se escondían entre un castaño y blanco follaje, formado por los lomos de cientos de excitantes libros que abrían sus tapas mostrando su fulgurante promesa interior. Las vírgenes hojas de algunos de ellos volaban libres alrededor, anticipando el comienzo de la aventura.

Él, Joseph Rasck, intrépido arqueólogo, nunca se rendía, y esta expedición no iba a ser una excepción. Se olvidó de los pantalones rotos, del barro reseco adherido a su piel, del rugido de su estómago. Dejó de lado todo lo pasado y comenzó a moverse. Sus músculos, sus huesos sentían la antelación. Cada vez le separaba menos espacio para alcanzar su meta. Sus dedos casi rozaban la oquedad de aquel árbol. Estaba tan próxima, podía tocarla. Todo su vello se erizó. Adelantó la pierna izquierda. Se hallaba tan cerca…, sólo tenía que dar un paso más…

Y topó con la realidad. Su mano chocó contra algo. Movió su cabeza, de forma incrédula. La fabulosa arcada, la mágica entrada a ese otro mundo desconocido, no era más que una pintura negra hecha por algún burlón antepasado. No era real. Sus pensamientos entraron en bucle, buscando en todos los rincones de su mente algún dato que le pudiera decir que estaba ocurriendo. Joe no encontraba nada. Todo se entremezclaba, fechas, lugares. Debía de estar allí, su puerta. Deslizó las manos nerviosamente por el cabello, la angustia y el cansancio dominaban a partes iguales su cuerpo. El peso de la derrota en los hombros le hizo caer de rodillas delante del árbol, y de su garganta escapó un grito de impotencia.

—¡Corten! Quiere alguien hacer el favor de quitar a ese imbécil de en medio de la escena, para poder seguir rodando.

Agneta Quill

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