Relatos Cortos

Dulce Jenny

El capitán del “Escuadrón de combate número 322” del ejército estadounidense les gritó que se dirigieran todos a sus puestos en la trinchera: el ataque había comenzado. Paul no podía moverse. Le costaba que las piernas reaccionaran a la orden que había vociferado el superior. Como si de una mala pesadilla se tratara, se dirigió a su puesto. Sus fosas nasales se dilataron cuando recorrió con la mirada los cuerpos sin vida de sus compañeros. Los músculos del rostro se le contrajeron, a la vez que los ojos amenazaban con salírsele de las cuencas y una gota de sudor le recorría la pálida frente. Todos sus músculos comenzaron a temblar, siendo presa de continuas convulsiones, y el arma amenazó con caérsele de los dedos. Apoyó la espalda en la húmeda pared de la trinchera y su cuerpo se deslizó hasta el suelo, convirtiéndose en un amasijo de carne y huesos encogido sobre sí mismo. Su boca se abrió y una gran bocanada de aire le inundó los pulmones. La mano apretó en el bolsillo el rosado pañuelo, exquisitamente bordado con una dorada J.  Cerró los párpados; una cálida sonrisa le iluminó el rostro, en tanto que sus helados brazos rodeaban el pecho adolescente en un intento de abrazarse a sí mismo, apretando así el inerte subfusil contra él.

Con el recuerdo en su retina de dieciséis años, tanteó dentro de la bolsa intentando buscar la munición de su Thompson. No la encontraba. Los febriles dedos escarbaban dentro del zurrón sin conseguir localizarla. La joven y desencajada mirada recorrió todo lo que le rodeaba. Las voces furiosas de los soldados junto con el silbar de las balas le taponaron los oídos. Las manos ennegrecidas dejaron caer todo lo que sostenían y volaron a tapar sus orejas. El cuerpo laso del muchacho se escurrió otra vez por el frío muro de sacos de arena. Se sentó apretando las rodillas con el pecho y cerró los párpados. Volvió a abrazarse, como había hecho hacía unos instantes.

El maltrecho y ribeteado pañuelo rozó sus dedos. La misma cálida sonrisa regresó a su rostro, para desaparecer una fracción de segundo después. Un sudor helado le recorrió la nuca cuando el ruido de la guerra le sobresaltó, alzándolo de golpe. Apretó los puños y en sus ojos se reflejó el fuego de la batalla. Volvió a buscar frenéticamente dentro de la bolsa… Un pequeño grito de triunfo escapó de su garganta cuando extrajo las balas de la mochila.

Con manos temblorosas consiguió cargar el arma. El frío se filtraba por todas las rendijas de su deshilachado uniforme y el agua se colaba por el agujero de su vieja bota. Se colocó en posición, dispuesto a disparar…; y el subfusil se encasquilló.

Todo se volvió a derrumbar. Sus ojos enrojecieron, sus fosas nasales se dilataron y apretó fuertemente los dientes. El ruido sordo del arma chocando contra el suelo se entremezcló con sus gritos y alaridos. Los puños del soldado volaron por toda la trinchera golpeando cualquier cosa que encontraran en su camino. No era consciente de la sangre que manaba de los nudillos, en tanto que las piernas buscaban incontroladamente cualquier objeto que poder patear. Tras unos minutos, esos músculos agotados se detuvieron en seco. Observó el arma encasquillada y abandonada a sus pies. Volvió a cogerla, apretó el gatillo: seguía encasquillada.

La arrojó contra el suelo. Dirigió el brazo hacia ella, pero a medio camino se detuvo. Elevó el rostro y la mirada vacía divisó el sangriento y desolado horizonte mientras caía de rodillas en el barro de la trinchera. Agachó la cabeza y hundió sus heladas manos en el fango. Se incorporó y volvió a rozar el pañuelo. Cerró los párpados y la cálida sonrisa retornó a su cara.

Tomó de nuevo el Thompson… Lo colocó en el borde del parapeto. Entrecerró los ojos… Y disparó. El dedo se movía frenéticamente sobre el gatillo, a la vez que su boca gritaba, con toda la rabia que cabía en su pequeño cuerpo, el nombre de su chica: “Jenny”.

En una fracción de segundo todo se apagó en la trinchera aliada. Al rugido ensordecedor de la explosión siguió el más obscuro de los silencios, testigo mudo de la devastación más absoluta.

Agneta Quill

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