Sonata para Dannan

El nudoso bastón sostenía su ya maltrecho cuerpo. Los siglos no habían pasado en vano, y cada hueso, cada articulación, día a día demandaban más su atención. Las oscuras montañas la aguardaban al final de la travesía. Como cada año debía escalarlas, conquistarlas.

“Estoy vieja para esto”, era su letanía constante. Atrás quedaba el calor de las noches estrelladas, el sabor salado del primer amor de verano… Sus antaño frescas hojas, habían dejado paso a un dorado y ocre follaje, que en su marchito devenir, dejaban mudos testigos a su espalda. No merecía la pena volver al pasado, debía continuar su camino y transformar su saga de cálida luz, en manto de helada escarcha.

“Sólo una vez más…”, y giró su rostro para ser testigo del rastro de sus huellas. Una sonrisa iluminó su cara, al recordar que volvería a andarlas, que el ciclo continuaría, y que aquello sólo era una etapa más del camino.

“Hay que seguir”, y fijando su mirada en el horizonte, en la oscuridad, y en el frío que la aguardaban dirigió sus pasos decididos hacia las cimas que le esperaban más adelante. El helado viento del norte la envolvió, saludándola como cada año.

“Amigo, no eres mal compañero de viaje”, y aferrando con más fuerza el nudoso bastón que la acompañaba desde los albores del mundo, se dispuso a coronar las nevadas cumbres, soñando con las verdes y lozanas praderas escondidas más allá del lóbrego horizonte.

Agneta Quill

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