Briseida: la brisa sobre el agua.

Era espectacular. Hacía ya un rato que había subido en el eolovector. Su diseño la atrapó, como todas las invenciones que realizaban los áureos. El artefacto consistía en un cajón de grandes dimensiones que ascendía desde Villagris hasta Helios, transportando a los trabajadores gríseos dos veces al día. Volvió a fijar la mirada en las casas de su aldea, apenas podía distinguirlas. Sintió el vértigo de la altura y observó como todo el paisaje amenazaba con desdibujarse detrás de las nubes.

Una masa de gente la escoltó en la salida de aquel artilugio. Todos se apresuraban para dirigirse a su oficio, incluida ella. La esperaba el palacio real junto con un millón de posibilidades. Los nervios que sentía apenas la permitieron disfrutar de la belleza de la capital. Era la primera vez que salía de su pueblo, y la vida de aquellas calles junto con el lujo que emanaban, acabaron por atraparla con cada paso que daba.

Acicaló su rubio cabello, arregló su ropa, respiró hondo y se dirigió hacia la puerta del palacio.

—¡Alto! ¡Quién va! —la voz del guardia la sobresaltó.

—So… soy Briseida y me espera Amarine, el ama de llaves —la voz de la chica era apenas un susurro.  

El guardia la miró de arriba abajo y la acompañó al interior del palacio. Después de recorrer un sinfín de pasillos y estancias llegaron a lo que parecía ser la cocina. El bullicio que existía allí era atronador. Una mujer sobresalía sobre todos los demás, mientras con sus brazos parecía dirigirlo todo.

—¿Quién eres tú? —el vozarrón de la mujer sobresaltó a la chica.

—Soy Briseida, hija de Tully, de Villagris. Me presento para trabajar bajo las órdenes de Amarine. —Intentó que la voz no reflejara los nervios que sentía por dentro.

—Muy bien, Briseida, hija de Tully, de Villagris. Acompáñame. Yo soy a quien buscas. —Y la mujer salió de la cocina.

La chica de un saltó comenzó a andar lo más deprisa que le permitían sus pequeños pies detrás del ama de llaves. Otro sinfín de pasillos volvieron a pasar por sus ojos. Cada vez eran más lujosos y con adornos más elegantes. No se acordaría del camino, era imposible.

—Llegamos. —Y se detuvo con la misma brusquedad con la que salió. —Te encargarás de la limpieza de la zona real. En ella están los aposentos de sus majestades. —Los ojos de la mujer la miraban de forma inquisitiva.

—Sí. Lo he entendido. —Briseida bajó la mirada mientras asentía a las palabras de Amarine.

—Es importante que recuerdes algunas cosas: nunca hables si no te preguntan, no los mires a los ojos, retírate de la habitación que estés limpiando cuando entren. Ah, y lo que rompas, se te descontará de tu sueldo. ¿Entendido? Y ahora, toma el plumero y a empezar. —Y tras dárselo, desapareció por uno de aquellos pasillos interminables.

Briseida se sentía perdida. No tenía muy claro por dónde empezar. Comenzó a deambular por todas las estancias que encontraba. Las telas que colgaban de las ventanas emanaban belleza y lujo dejando pasar una luz cálida que bañaba toda la habitación. Debía de encontrarse en la alcoba de una de Sus Majestades. Era preciosa. La enorme cama con dosel refulgía gracias al oro que la adornaba. Los muebles eran delicados, bellos y estaban coronados con jarrones repletos de flores frescas y fruslerías de todos los colores. Se acercó a lo que parecía ser una cómoda y vio su reflejo en el espejo situado encima de ella. Sus ojos pasaron de su blanco rostro a observar un bellísimo jarrón que estaba detrás de ella. Hipnotizada se acercó a la delicada obra de arte para admirarla mejor. El aroma de las rosas blancas inundó sus fosas nasales. Automáticamente alargó su pequeña mano para acariciar uno de sus pétalos. ¡Eran tan bellas!

—¿Quién eres? ¿Qué haces en mis aposentos? —una voz de hombre la sobresaltó.

Un relámpago atravesó su cuerpo hasta llegar a la punta de sus dedos. Y todo estalló. El florero se hizo mil pedazos y la realidad la sacudió de golpe. En su primer día ya había roto una de aquellas delicadas joyas.

—Perdón… Me llamo Briseida, hija de Tully de Villagris. Soy la nueva camarera. —Sus ojos cabizbajos se toparon con el rostro más bello que jamás había visto.

Tras unos segundos, que la resultaron eternos, prendida de aquellos ojos, se volvió para observar las rosas desparramadas en la alfombra junto a los pedazos de porcelana. ¿Qué había ocurrido?

—Perdóneme señor. Enseguida lo recojo todo. —Seguro que la despedían… Se arrodilló para recogerlo todo. Su níveo rostro se contrajo y una lágrima rodó por su mejilla. Siempre supo que desentonaría en aquel lugar.

—No te preocupes. Hay muchos más en todo el palacio. Levántate y déjame mirarte.

—No…, no puedo. Debo recogerlo todo y notificárselo a Amarine. —las palabras salieron entrecortadas junto a un sinfín de lágrimas.

—He dicho que te levantes. Aquí soy yo el que da las órdenes. —La voz del joven se había transformado en un rugido.

Briseida se incorporó de golpe. El llanto ya era a estas alturas incontrolable. Bajó su mirada. No quería ver el reproche en los ojos de él.

—Acércate. —Y la tomó de la mano y comenzó a girar alrededor de ella.

Todo se esfumó. El trabajo nuevo, los miedos, el jarrón roto… Sólo existían él y ella, en aquel lugar y en aquel momento. La joven levantó la cabeza lentamente hasta que sus ojos quedaron prendados de los de él. Era tan bello. ¿Quién sería? Deslizó la mirada hasta sus labios. ¿Qué se sentiría al ser besada por aquel hombre? Esa duda taladraba la mente de Briseida mientras seguía girando al compás de una música que sólo ella podía escuchar.

—Tendrá que servir… —Y todo se detuvo de repente.

Tras decir esas palabras el hombre atrajo a la chica hacia su cuerpo, y con una delicadeza sublime acarició sus labios con un beso. Ambos sucumbieron a la pasión ajenos a los ojos que los observaban a través de la puerta.

No podía creer las sensaciones que le estaba despertando aquel hombre. Nunca en su vida había besado a alguien de ese modo. Y otra vez volvió. Comenzó en su corazón y se dirigió hacia las puntas de sus dedos. Era la misma sensación de electricidad que había sentido antes de romperse el jarrón. ¿Qué la estaba pasando? ¿Se habría enamorado?

—¡Qué daño! —Y todo terminó. —Me has pellizcado. Eres una gata grísea.

Toc, toc. Alguien estaba llamando a la puerta.

—Querido, ¿estás visible? —una voz femenina se coló en la habitación.

El joven se separó de Briseida repentinamente, mientras ésta inclinaba su cabeza como le había indicado Amarine.

—Flagrantio, ¿qué ocurre aquí? ¿Quién es esta criada? ¿Por qué está en tus aposentos junto a tí? —la voz sonaba enfurecida.

—No pasa nada, madre. He roto el jarrón de la cómoda y he llamado a una sirvienta para que lo recoja. No montes un drama, por favor. — La amaba, la había encubierto.

—Muy bien querido. Pero, ¿que tenemos aquí? ¿Cómo te llamas, muchacha? —la voz era cada vez más cercana. La chica sólo podía verle el final de su vestido tapándole los pies.

—Soy Briseida hija de Tully, de Villagris.

—Levanta la cabeza para que pueda verte mejor. —Y con su mano, sujetó la barbilla de la chica obligándola a elevar el rostro.

—Umm, umm… Bien. Voy a presentarme, soy Su Alteza Real Flamitia, de la casa Flavia del gremio de los Ignos y por supuesto soberana de todas las Tierras. Veo que eres la nueva criada. ¿Te ha asignado Amarine a esta zona del palacio?

—Sí, majestad. —Quería desaparecer, hacerse pequeñita. En que lío se había metido.

—Eres un raro animal, pero muy bello. Deberías ser asignada como mi doncella personal. Está decidido. Hablaré con el ama de llaves. — Y desapareció de la habitación.

Durante los siguientes días, la muchacha no volvió a ver a su caballero. Como supo más tarde, se trataba del príncipe Flagrantio, gran paladín de su casa ígnea, y muy poderoso. Briseida no podía olvidar el beso que le había dado, como tampoco podía apartar de su mente las sensaciones extrañas que estaba sintiendo por todo su cuerpo. Eran como descargas eléctricas que se concentraban en torno a su corazón y salían al exterior por la punta de sus dedos. Desde que se encontraba al servicio de la reina, el miedo a romper algún otro bello adorno había desaparecido. Solamente se tenía que encargar del vestuario personal de la soberana.

Briseida se dirigió al guardarropa, había una enorme pila de vestidos que debía colocar adecuadamente. Realmente, Flamitia era muy estricta con sus pertenencias.

Una mano la atrapó por detrás, y sin darse cuenta se encontró besando esos labios que ya conocía. Flagrantio la ceñía contra su cuerpo provocándole sensaciones que nunca antes había experimentado. Le amaba, quería fundirse con él, pero tenía que tener cuidado y separó sus manos de él.

—¿Qué ocurre Briseida? ¿No quieres abrazarme? —El beso se detuvo con la misma brusquedad con la que comenzó.

—No, mi príncipe. No quisiera dañarle… sus magníficas vestiduras. —Mientras, escondidos tras la puerta del vestidor, unos ojos ajenos a ellos eran testigos de su pasión.

—No te preocupes mi amor. Pero este no es un buen lugar. Mejor quedamos esta tarde en la antesala al trono. —susurró en el oído de Briseida erizándola el vello de la nuca.

Y se marchó, para acto seguido entrar la reina con una larga lista de tareas.

Sus pequeños pies la habían llevado antes de la hora fijada al lugar de reunión. No había conseguido concentrarse en ningún quehacer desde el momento en que Flagrantio la había besado. Estaba muy nerviosa. ¿Debería confiar en él y contarle lo que la estaba sucediendo? El sabría lo que hacer. Era el heredero. Ningún otro gremio se atrevería a desafiar en justa al rey, ni a su hijo. Ni aquos, ni tardos, ni incluso eolos podrían competir en fuerza y poder con esta familia ígnea, y todos en el reino lo sabían. Y lo más importante, él la amaba.

—Hola Briseida, ¿llevas mucho tiempo esperando? —la voz del príncipe era suave como la seda.

—No, su alteza. Apenas unos minutos. —Era tan bello, tan perfecto.

—Acompáñame a la sala del trono. Me gustaría mostrarte algo. —Y extendió su fuerte mano hacia la muchacha que emocionada la sujetó, olvidando todo lo que la rodeaba.

Las voces cada vez eran más fuertes. Sin duda alguien estaba discutiendo acaloradamente. Se detuvieron en la puerta de entrada. Sus ojos no daban crédito a lo que veían: Flamitia movía sus brazos con violentos aspavientos acompañando a los sonidos estridentes que salían de sus labios. El hombre que era receptor de tal diatriba parecía estar absorto de todo lo que le rodeaba mientras se encontraba sentado en lo que parecía ser el trono. Briseida dedujo que debía ser el rey.

—Madre, ¿qué ocurre? —la voz de Flagrantio detuvo la discusión por un momento.

—Lo de siempre. ¿Qué hace ella aquí? Creía que había quedado todo claro. Pero… umm… a lo mejor… —Y la reina se sumió en sus pensamientos.

—Hijo, podrías presentarme a la bella joven que te acompaña. —la voz del rey era cálida y cariñosa.

—No. Creo que no va a ser necesario. De hecho, lo considero totalmente irrelevante dadas las circunstancias —Y una sonrisa casi malévola se dibujó en su rostro.

Briseida no fue consciente de lo que sucedió hasta bastante tiempo después, en ese instante solo podía percibir el chisporrotear de sus dedos.

–¡A mí la guardia! ¡A mí la guardia! –el grito furibundo de Flagrantio la hizo reaccionar.

¿Qué había ocurrido? No lo sabía. Briseida se vio arrodillada y cubierta de sangre junto al cadáver del rey, y con un cuchillo en sus manos. ¿Había sido ella?

Un tropel de guardias invadió la sala del trono, seguidos de un gran número de áureos. En sus caras se reflejaba el espanto de la imagen que tenían delante de ellos. Briseida se giró buscando ayuda en su príncipe. El joven se encontraba arrodillado junto al cadáver de su padre, llorando y gritando. Su rostro estaba pálido y contraído. Junto a él, la reina se erigía como una sombra acechadora.

—¡Apresadla inmediatamente! ¡Ha asesinado al rey! —el rugido de la reina puso en movimiento a los guardias.

En un segundo se vio acorralada por diez armaduras relucientes que la apuntaban con espadas afiladas. << ¡No! >> El grito murió en su garganta. Quería gritar que ella no había sido, que era incapaz…

Todo el salón se había llenado de caras que la joven no conocía, que la observaban, allí, en el suelo, arrodillada y rodeada por la guardia real y cubierta de sangre…, mientras no muy lejos, la reina serena y tranquila se elevaba, sobre todo, mientras consolaba a su hijo compungido.

—Debe ser ejecutada. Sois testigos de su asesinato. Esta grísea a matado a vuestro rey. Pruebas de ello son la sangre en su ropaje y el cuchillo griseo con el que ha perpetrado su crimen. Debe morir como la escoria que es —la furia de sus palabras hizo despertar a Briseida.

Todos los presenten ya la habían juzgado. La muchacha podía sentirlo en sus miradas acusatorias Todo estaba decidido. No podía luchar contra ellos. Eran áureos y ella una simple grísea.

En la mano de la reina comenzó a formarse una gran bola de fuego. Podía ver como iba creciendo. Ya sentía el calor. Y fue consciente de que había llegado su hora. Moriría.

—¡No! ¡No! Soy Briseida, hija de Tully, y no soy una asesina —Las lágrimas inundaron los ojos de la chica.

Y ocurrió.

De todo su cuerpo comenzaron a emanar pequeñas descargas eléctricas que crecían a la par que la angustia y el miedo de la joven. Todos los presentes incluida la reina tras un shock inicial comenzaron a retroceder y alejarse de la chica. Todos menos una áurea.

—¡Debe morir! ¡Es una asesina! ¡Es un monstruo! —Y la reina con estas palabras lanzó su ataque.

—¡Alto! ¡Detente Flamitia! —Al mismo tiempo que gritaba a la reina, de las manos de Licuis salió un chorro de agua que detuvo la bola ardiendo que iba dirigida a Briseida.

—¡No te metas aqua! La muchacha debe morir —Los ojos de la monarca ardían como el resto de su cuerpo.

—Merece un juicio justo. Tú no eres ni juez ni verdugo. Deja ya el ataque. No consentiré que la mates.

—Es una traidora grisea. Ha matado al rey. ¡No lo ves! Es diferente. Emana electricidad de todo su cuerpo. Es un peligro para todos —Sus manos seguían vertiendo fuego en dirección de la muchacha.

Y todo se oscureció.

Agneta Quill

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