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Reflejos a medianoche. Cap. I

Capítulo I.

La piscina cubierta de la mansión Torrance reflejaba la luz del sol y las hojas de los árboles cercanos a través de los ventanales creando destellos de color en los rostros sombríos de las tres mujeres sentadas alrededor de una mesita de mimbre. Todas tenían una taza humeante entre sus manos.

Semioculto entre las sombras las observó: la más anciana, con la visión aún nublada por la conmoción, tomaba un sorbo de café; la mujer de seductora belleza, contemplaba pensativa la piscina, quizás buscando respuestas en los reflejos ondulantes del agua; la joven de mirada color avellana, apretaba su taza con extremada fuerza.

Hacía poco más de una hora que había llegado a la mansión Torrance tras la llamada de Coraline, reportera de sociedad en el New York Times. Le recibió la doncella, Mildred Wells, que entre sollozos le condujo a la piscina. Allí, ahogada en lágrimas, una bella criatura estaba siendo consolada por la periodista. Esta, al notar su presencia, levantó el rostro y le miró directamente como siempre.

—Rick, han asesinado al señor Torrance. Lo encontró la doncella mientras yo entrevistaba a la señora Torrance. De eso hace apenas veinte minutos. He avisado también a Murphy. — ¡Maldición! ¿Por qué había tenido que llamarlo?

Y como si lo hubiera conjurado, el detective Joseph Murphy hizo acto de presencia, acompañado con toda la fanfarria de la que siempre hacía gala ante Coraline. Como odiaba cuando se escudaba en su placa para dejarle al margen de cualquier caso interesante. Para muestra lo qué le había escupido al marcharse: «Espera aquí con las damas, deja que la policía de Nueva York haga su trabajo. Cuando terminemos, podrás pasar a la escena del crimen, pero por supuesto con supervisión.» ¡Maldición, aquellos inútiles estaban tardando demasiado!

Apagó el cigarrillo y disculpándose con las tres mujeres abandonó la piscina dirigiéndose hacia el despacho de Arthur Torrance. Murphy lo interceptó y le negó la entrada. Buscó en el bolsillo de su americana un paquete de Pall Mall, sacó el Zippo, le lanzó una mirada retadora y sin apartar sus ojos de él encendió un cigarrillo.

Todavía tuvo que esperar otra media hora más, mientras observaba de reojo lo que hacían los investigadores.

—Un tiro a quemarropa. Creo que no necesitarán tus servicios, McCloud. —La media sonrisa de Murphy no consiguió alterarlo.

—¿Habéis terminado?

—Sí, pero pierdes el tiempo. Mis chicos y yo ya hemos hecho todo el trabajo. Sólo queda que los forenses se lleven el cuerpo y que balística nos diga si el arma es la que disparó la bala. —No lo soportaba, odiaba su tono condescendiente. —¿Dónde está Coraline?

—En la piscina, con la señora Torrance. —contestó dándole la espalda. Aquel chota era como un perro detrás de un hueso, pero estaba equivocado si pensaba que algún día iba a conseguirla.

Rick empujó la puerta del despacho y se adentró en la estancia. A pesar de que afuera era medio día, le sorprendió la penumbra que reinaba en toda la habitación; levantó la mirada: un halo de luz apenas le acariciaba a través de las pesadas y oscuras cortinas. El olor a madera vieja y a tabaco golpeó sus fosas nasales. Se mesó los cabellos, aborrecía el aura de elegancia pasada que los muebles de roble oscuro y los cuadros de las paredes conferían a aquella habitación.

Lo primero que atrajo su atención fue la posición casi teatral en la silla del despacho del cuerpo de Arthur Torrance. Los inertes ojos del cadáver, aún abiertos, miraban fijamente hacia el infinito. Su piel pálida y blanquecina contrastaba con el dramático agujero de bala en el pecho. Las manos hinchadas descansaban sobre los reposabrazos del gran sillón de cuero azul, que aún se mantenía cerca de la desordenada mesa de caoba repleta de papeles: facturas, contratos con proveedores, tarjetas de presentación, mezclados con documentos personales como sus últimas voluntades e incluso un contrato prenupcial. Observando todo aquel caos, con suma lentitud encendió un cigarrillo. No había duda: el dueño de la aerolínea “Skyline” no debía de haber destacado en vida por su orden y meticulosidad.

Agneta Quill

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