Reflejos a medianoche.

Capítulo I.

La piscina cubierta de la mansión Torrance reflejaba la luz del sol y las hojas de los árboles cercanos a través de los ventanales creando destellos de color en los rostros sombríos de las tres mujeres sentadas alrededor de una mesita de mimbre. Todas tenían una taza humeante entre sus manos.

Semioculto entre las sombras las observó: la más anciana, con la visión aún nublada por la conmoción, tomaba un sorbo de café; la mujer de seductora belleza, contemplaba pensativa la piscina, quizás buscando respuestas en los reflejos ondulantes del agua; la joven de mirada color avellana, apretaba su taza con extremada fuerza.

Hacía poco más de una hora que había llegado a la mansión Torrance tras la llamada de Coraline, reportera de sociedad en el New York Times. Le recibió la doncella, Mildred Wells, que entre sollozos le condujo a la piscina. Allí, ahogada en lágrimas, una bella criatura estaba siendo consolada por la periodista. Esta, al notar su presencia, levantó el rostro y le miró directamente como siempre.

—Rick, han asesinado al señor Torrance. Lo encontró la doncella mientras yo entrevistaba a la señora Torrance. De eso hace apenas veinte minutos. He avisado también a Murphy. — ¡Maldición! ¿Por qué había tenido que llamarlo?

Y como si lo hubiera conjurado, el detective Joseph Murphy hizo acto de presencia, acompañado con toda la fanfarria de la que siempre hacía gala ante Coraline. Como odiaba cuando se escudaba en su placa para dejarle al margen de cualquier caso interesante. Para muestra lo qué le había escupido al marcharse: «Espera aquí con las damas, deja que la policía de Nueva York haga su trabajo. Cuando terminemos, podrás pasar a la escena del crimen, pero por supuesto con supervisión.» ¡Maldición, aquellos inútiles estaban tardando demasiado!

Apagó el cigarrillo y disculpándose con las tres mujeres abandonó la piscina dirigiéndose hacia el despacho de Arthur Torrance. Murphy lo interceptó y le negó la entrada. Buscó en el bolsillo de su americana un paquete de Pall Mall, sacó el Zippo, le lanzó una mirada retadora y sin apartar sus ojos de él encendió un cigarrillo.

Todavía tuvo que esperar otra media hora más, mientras observaba de reojo lo que hacían los investigadores.

—Un tiro a quemarropa. Creo que no necesitarán tus servicios, McCloud. —La media sonrisa de Murphy no consiguió alterarlo.

—¿Habéis terminado?

—Sí, pero pierdes el tiempo. Mis chicos y yo ya hemos hecho todo el trabajo. Sólo queda que los forenses se lleven el cuerpo y que balística nos diga si el arma es la que disparó la bala. —No lo soportaba, odiaba su tono condescendiente. —¿Dónde está Coraline?

—En la piscina, con la señora Torrance. —contestó dándole la espalda. Aquel chota era como un perro detrás de un hueso, pero estaba equivocado si pensaba que algún día iba a conseguirla.

Rick empujó la puerta del despacho y se adentró en la estancia. A pesar de que afuera era medio día, le sorprendió la penumbra que reinaba en toda la habitación; levantó la mirada: un halo de luz apenas le acariciaba a través de las pesadas y oscuras cortinas. El olor a madera vieja y a tabaco golpeó sus fosas nasales. Se mesó los cabellos, aborrecía el aura de elegancia pasada que los muebles de roble oscuro y los cuadros de las paredes conferían a aquella habitación.

Lo primero que atrajo su atención fue la posición casi teatral en la silla del despacho del cuerpo de Arthur Torrance. Los inertes ojos del cadáver, aún abiertos, miraban fijamente hacia el infinito. Su piel pálida y blanquecina contrastaba con el dramático agujero de bala en el pecho. Las manos hinchadas descansaban sobre los reposabrazos del gran sillón de cuero azul, que aún se mantenía cerca de la desordenada mesa de caoba repleta de papeles: facturas, contratos con proveedores, tarjetas de presentación, mezclados con documentos personales como sus últimas voluntades e incluso un contrato prenupcial. Observando todo aquel caos, con suma lentitud encendió un cigarrillo. No había duda: el dueño de la aerolínea “Skyline” no debía de haber destacado en vida por su orden y meticulosidad.

Capítulo II.

«Ahuecando el ala.». Con su amabilidad de costumbre los chicos de la morgue le gritaron cuando entraron en tromba en el despacho. Tras salir del despacho, observó que todos habían desaparecido, menos dos policías que parloteaban junto a la entrada de la mansión. Seguro que Coraline se habría marchado junto a Murphy; aquel era buen momento para sonsacar algo de información a la doncella y a la viuda.

Buscó primero a la doncella, la señora Wells, y la encontró en la cocina de la mansión tomando un sorbo de té. Era una mujer con mirada agridulce y apariencia elegante pero desgastada por la edad y el trabajo.

—¿Cómo se encuentra, Mildred? —la saludó con una sonrisa.

—Mejor, gracias.

—Siento importunarla en estos momentos, pero necesito hacerle algunas preguntas. ¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Torrance con vida?

—Por supuesto. Fue ayer por la noche; salía del despacho para darse su baño nocturno en la piscina. Me dio las buenas noches y tras decirme que no necesitaría más mis servicios me retiré a descansar.

—¿Notó algo inusual en su comportamiento?

—Siempre había algo inusual en el señor, ¿verdad? Pero aquella noche no vi nada fuera de lo común, aunque si tengo que ser sincera estaba algo más alborotado de lo normal.

—Mildred, ¿conoce a alguien que quisiera hacerle daño al señor Torrance?

—Daño no sé; pero parásitos en torno a él… Varios: desde su afligida esposa, hasta el pintamonas que siempre revoloteaba a su alrededor. —El tono irónico de la doncella le pilló por sorpresa.

—¿Su esposa?

—Sí, la deslumbrante y ambiciosa señora Torrance. Siempre he pensado que se casó con la fortuna del señor, no con él. —La doncella hizo una pausa como si intentara medir sus palabras. —Yo no lo sé. Sólo digo que algunos la consideran una cazafortunas. Ya sabe cómo son los chismorreos.

—Sí, no se preocupe Mildred, como ha dicho usted, sólo son chismes. Hablemos de ese joven, ¿podría decirme algo?

—Se llama Malcom Smith. Aspirante a pintor. Siempre buscando el dinero del señor, nada más. Un joven de tan dudosa procedencia, mesero en el Julius`, no puede permitirse los lujos que se da.

Repasando todo lo que la doncella acababa de contarle, se despidió de ella y se encaminó en busca de la señora Torrance.

Cuando llegó a la puerta del salón encendió un cigarrillo. A través del humo, la etérea figura que estaba sentada en el sillón de terciopelo carmesí emanaba una belleza enigmática, de expresión apesadumbrada y asolado rostro. Su mirada, fija en algún punto del espacio, parecía trascender el presente, como si las mismas paredes pudieran susurrar las respuestas a sus preguntas silenciosas.

Se acercó y acomodándose frente a ella comenzó a interrogarla, intentando que su voz sonara suave pero firme. Le lanzó la primera pregunta, y aquella belleza le miró. «Anoche…, discutimos como siempre… Él estaba enfrascado en sus papeles cuando me marché a la cama».

Apagó el cigarrillo y centró su atención en ella. No encontró ningún signo de inquietud en su expresión. «¿Cómo describiría su relación con el señor Torrance en los últimos tiempos?».

La viuda dio una calada a su cigarro. El humo se deslizó por sus labios carnosos y su voz teñida de pesar inundó el salón. «Complicada, por decirlo de alguna manera. Siempre estaba sumergido en sus negocios, sus protegidos…, y yo me sentía prisionera en esta jaula dorada. Él fue el culpable de que buscara algunas distracciones

Siguió con las preguntas, examinando cada gesto o matiz en las respuestas de ella. «¿Sabe de alguien que pudiera haber tenido motivos para dañar a su esposo? ¿Alguien con desavenencias o problemas financieros, tal vez?».

Frunció el ceño, como si estuviera considerando cuidadosamente las palabras: «Bueno, Philip siempre ha tenido roces con su padre. Sobre todo, por el control de la empresa y otras cuestiones de dinero. Anoche discutieron. Estaba muy enojado por el control que ejercía Arthur sobre su dinero. Estaba furioso…, porque… Porque no podíamos seguir viéndonos como antes.» La viuda bajó la mirada, ocultando sus ojos bajo las pestañas. Un silencio tenso inundó el salón. Notaba cada uno de los matices que ella había utilizado en sus palabras. Antes de que pudiera lanzar otra pregunta, la señora Torrance se levantó. Una terrible (y oportuna) jaqueca la impedía continuar con la conversación, pero le prometió que, si recordaba algo más le llamaría.

Capítulo III.

La bruma nocturna del Village, el resplandor de las farolas amarillentas y la silueta de un Chevy[1] Freetline, le saludaron cuando emergió de Julius`. Las tenues luces del bar se disipaban tras él, mientras que las conversaciones y la melodía del jazz seguían resonando en su cabeza. No había encontrado a Malcom, pero su compañero, Lucius, había sido muy explícito: le confesó sin ningún tipo pudor que conocía a Arthur, que Malcom trabajaba allí y que ambos eran algo así como amigos. Además, con gran socarronería, le habló de la gran obra de mecenazgo que realizaba el señor Torrance con los artistas de sensibilidad especial que rondaban aquel garito.

Miró el reloj, eran las siete de la noche. Debía darse prisa si quería pillar a Philip en casa. Seguro que aquel petimetre formaba parte de los hambrientos y acaudalados parásitos que abarrotaban Le Pavillon a la hora de cenar. Encendió un cigarrillo y se dirigió con movimientos decididos hacia su destino.

Las paredes del imponente edificio de apartamentos estaban revestidas con un tapiz de papel oscuro y elegante. El suelo de mármol pulido reflejaba la luz tenue de las lámparas colgantes, creando un juego de sombras y destellos dorados a cada paso que daba.

El ascensor subió con suavidad, y cuando las puertas se abrieron en el ático, una explosión de aire fresco y vibrante le recibió. La inmensa terraza se extendía ante él, rodeada por barandas de hierro forjado. La vista panorámica de la ciudad se desplegaba en toda su grandeza, con las luces titilantes de los rascacielos rozando el cielo.

Philip Torrance, un playboy, le esperaba junto a la barandilla con una copa en la mano y una sonrisa socarrona en los labios.

—Buenas tardes, señor Torrance. —Le sorprendió la incredulidad dibujada en el rostro de su anfitrión. —Siento molestarlo, pero necesito hacerle algunas preguntas sobre la noche en que su padre fue asesinado.

—Sí, claro. —Suspiró. —Papá…

—Su madrastra me informó de que aquella tarde tuvieron una discusión…

—Sí. Él y yo teníamos nuestras diferencias. Nunca hemos compartido la misma visión sobre los negocios y la vida.

—Entiendo, ¿podría contarme por qué discutieron?

—No veo la razón. —Aquel petimetre frunció el ceño. —Pero no tengo nada que ocultar. Fue por dinero, como siempre. Pensaba que malgastaba mi vida y su fortuna simplemente en fiestas. ¡Ja! Nunca he necesitado su dinero para vivir bien.

—¿Cómo era el matrimonio de su padre?

—¿Matrimonio? Papá nunca ha sabido el significado de esa palabra…

—Comprendo. —asintió. —Por otro lado, la señora Torrance mencionó algo curioso cuando hablé con ella. —Tragó saliva. —Insinuó que ustedes dos tenían una relación más allá de la familiar.

—¡Maldita Lorna!

Y tras dar un puñetazo en la baranda de la terraza, el amante de la viuda Torrance le invitó entre maldiciones a que abandonara su departamento.

Veinticuatro horas después del asesinato estaba sentado en su despacho, repasando todas las pruebas y a pesar de todos aquellos indicios, sentía que algo no cuadraba. Además, no sabía si debía continuar o no con aquella investigación. No iba a ver ni un dólar, seguro. Pero por otro lado si lo resolvía aquello le daría publicidad. ¡Maldición, la necesitaba! Cogió el zippo, y acercándolo al cigarrillo que sostenía en la boca lo encendió. Las volutas de humo rápidamente inundaron la estancia. ¡Ojalá le transportaran a lugares y compañías mejores que su propia soledad!

La puerta se abrió y Coraline entró como una ráfaga de energía en medio de la monotonía de aquella mañana. La figura femenina atrapó su mirada mientras avanzaba hacia él. Aquella mujer poseía una belleza singular y cautivadora, y el sutil perfume que emanaba de ella siempre conseguía hechizarlo.

Hizo un esfuerzo hercúleo y consiguió leer el documento que la grácil mano de mujer había dejado sobre la mesa.

—¡Diablos! El informe de balística. Gracias muñeca, eres la mejor.

Capítulo IV.

A la luz del mediodía, las vistas desde la terraza de aquel ático seguían siendo impresionantes. El informe de balística era contundente: la bala alojada en el cuerpo de Arthur Torrance había salido de la pistola que encontraron en la escena del crimen. Esa arma estaba registrada a nombre de su hijo. Demasiado fácil. Sus tripas le decían que aquello no era tan sencillo.

—Buenos días, detective. ¿A qué debo el honor? —le saludó un somnoliento Philip entre bostezos.

—Buenos días, señor Torrance. No me voy a andar por las ramas. —Dio una calada al cigarrillo. —Balística ha confirmado que el dueño del arma con la que dispararon a su padre es usted.

—¡Diablos! Imposible. ¡Yo no maté a papá!

—Las pruebas dicen otra cosa. Además, discutió con él aquella noche, tenía motivos.

—¡Maldición! Estaba vivito y coleando cuando se fue a nadar. ¡Cómo hacía todas las condenadas noches! —Aquel playboy graznaba como una mujercita en apuros. —Además, ¿qué ganaba yo matándolo? ¡El malnacido me había desheredado! ¡A mí! ¡Su único hijo!

—Disculpe señor, pero le busca la policía. —dijo el mayordomo precediendo al inútil de Murphy.

—¿Pero que ven mis ojos? Si se me ha adelantado el gran detective de Nueva York, Rick McCloud. —Entreveía sus asquerosos y amarillentos dientes a través de la sonrisa socarrona con la que le obsequió.

—Cállate Murphy, y no agites tus encías como un chota de tres al cuarto.

Tras explicarle sus dudas, Murphy ignoró todo su razonamiento. ¡Maldito inútil! Simplemente había puesto las esposas a Philip y se había marchado con él a la comisaría. Pero algo no cuadraba en aquel caso. ¿Qué ganaba aquel playboy matando a su única fuente de ingresos? Rumiando todas sus dudas, abandonó el ático y se dirigió de nuevo a la mansión Torrance, en busca de más información.

Le recibió la doncella y le acompañó al salón, dónde se encontraba la viuda. ¡Dios, esa mujer cortaba la respiración!

—Buenos días, señora Torrance. Siento ser portador de estas noticias, pero la policía acaba de detener a su hijastro por asesinato.

La expresión de la viuda cambió instantáneamente. Vio sus labios temblar ligeramente y sus ojos verdes nublarse con una emoción calculadamente controlada. Un suspiro, apenas perceptible, escapó de sus jugosos labios, quizás intentando contener una reacción más intensa.

—Muchas gracias. Pero ahora deberá disculparme, tengo una cita que no puede esperar. —Era una gata satisfecha jugueteando con una de sus afiladas uñas en el respaldo del sillón. —De todos modos, Mildred puede ayudarle.

Y sin cruzar más palabras, aquella cautivadora mujer abandonó el salón dejándolo solo entre el humo del pitillo. No se lo había acabado, cuando Mildred emergió de las sombras asolada por un mar de lágrimas.

—¿El señorito Philip? ¡Imposible! Él no sería capaz de matar a su padre. ¡El, no!

Después de apagar el cigarrillo en un cenicero a medio llenar, se acercó a consolar a la anciana que entre sollozos seguía farfullando incoherencias.

Intentó tranquilizarla. La explicó que Philip era simplemente un sospechoso, que su detención no significaba nada… Sólo quería que se calmara.

—Lo sé, lo sé. Pero no es justo. Él está detenido y otros están en la calle. ¿Dónde está el amiguito del señor? ¿Sabe que aquella noche estuvo con él? ¿Aquí, en su propia casa? —le preguntó en tono desafiante. —Necesitaba más dinero para sus cuadros. ¡Ja! Menuda sanguijuela, cómo la fulana… —Y en ese instante, tapándose la boca, Mildred desapareció de su vista, dejándole con la palabra en la boca.

Capítulo V.

El Westclox de su padre daba las doce, cuando entró en el despacho. ¡Maldición, vaya resaca del diablo! Cuando llegó al Julius` esperaba encontrar a Malcom, pero aquel maldito desgraciado no estaba. Imposible que se lo hubiera tragado la tierra. Se dio la media vuelta. Quería irse de aquel garito. Era tarde y necesitaba descansar. Lo intentó, con todas sus fuerzas, pero al final el buen jazz y el irlandés de quince años habían sido demasiada tentación.

—Buenos días, McCloud. —chilló Coraline.

—Muñeca, hoy más suave.

—¿De resaca? ¿Quién fue la afortunada?

—Déjalo. ¿Querías algo?

—Adelantarte tu regalo de cumpleaños. —Y tras dejar encima del escritorio un dosier con la insignia de la policía de Nueva York, Coraline se sentó enfrente cruzando sus torneadas piernas.

Sus visitas a la mansión se estaban convirtiendo en costumbre, pero esta vez la historia parecía diferente. El informe de los chicos de la morgue era contundente: «Arthur Torrance presenta agua en sus pulmones y un golpe en la nuca.» No había muerto de un disparo, sino ahogado. ¿Dónde? Probablemente en la piscina. El escenario de crimen era una charada y había muchas posibilidades de que Philip dejara de ser sospechoso para convertirse en víctima.

Saludó a Mildred cuando le abrió la puerta. La viuda no se encontraba en la casa, pero él no la buscaba a ella, esta vez no. Quería echar un vistazo a la piscina cubierta y la doncella sin poner muchos impedimentos lo acompañó, para segundos después dejarlo solo entre las volutas de su cigarrillo.

Recorrió la estancia, buscando algo fuera de lugar…, el sol de la tarde se filtraba a través de las cristaleras creando destellos en la superficie del agua.

Escudriñó cada rincón. Tenía que haber algo. Lo encontró: escondida entre las hojas de una palmera descansaba una botella de Moët & Chandonvacía junto a una colilla, seguramente abandonadas de manera apresurada por el asesino.

Unía y tejía las diferentes conexiones, pero todavía en aquel misterio había una pieza del puzle que no encajaba. Había dos sospechosos, eso lo tenía claro, pero el motivo de aquel asesinato se le escapaba todavía. Y con aquella duda abandonó la mansión en busca del único implicado con el que aún no había hablado.

Al entrar en Julius`le sorprendió ver que le estaba esperando.

—Sabía que no se rendiría. —fue el amanerado saludo del muchacho negro.

—Buenas noches para usted también, señor Smith.

—Para servirle. —Salió de detrás de la barra encendiéndose un cigarrillo. —Y antes de que me lo pregunte, sí, amigo del difunto Arthur Torrance. —le confesó con tono irónico mientras se servía un Old Fashioned. —¿Por dónde íbamos? Ah, sí. También tengo que confesarle que nos vimos la tarde de su asesinato en su casa, y discutimos. —Dio un largo sorbo a la bebida. —¿Alguna pregunta más?

—Creo que primero te voy a pedir que me pongas un Jameson. Intuyo que esta va a ser una larga noche.

El chico le sirvió el whisky y agarrando el vaso le dio un largo sorbo. La sorpresa y la curiosidad por Malcom le taladraban a partes iguales. Aquel pipiolo de personalidad extravagante era una pieza clave en aquella historia, seguro. Pero no tenía claro si ocultaba algo o, por el contrario, estaba dispuesto a colaborar.

Hizo falta otro pelotazo para que se animase a preguntarle los detalles más íntimos de su relación con el señor Torrance. Malcom le contestó sin ambages, confirmándole lo que ya sospechaba. Ahora sólo quedaba el otro tema espinoso: la discusión de la tarde del asesinato.

—Fue una pelea como siempre. Arthur y su maldito dinero. A mí no me importaba que pagara alguna cena, o que me regalara pinceles y lienzos. Eso lo entendía, pero que me convirtiera en su heredero universal…, ¡no! —Rick se atragantó. —¡Ja, ja, ja! Imagínese: un negro, camarero en un garito de mala reputación, nuevo dueño de toda la fortuna Torrance, incluida la joya de la corona; “Skyline”.

—¿Eres el heredero de Arthur Torrance?

—No, por eso discutíamos. Nunca quise su dinero, sólo quería su compañía. —El muchacho bajó el rostro ocultándole su expresión. Aquello le confirmó que no iba a sonsacarle nada más.     

Capítulo VI.

Aunque estaba un poco achispado cuando salió del garito sabía que debía dirigirse a la mansión; una sospecha planeaba sobre su cabeza y sabía que la señora Wells se la resolvería.

Le recibió la sonrisa de siempre. Sólo quería echar de nuevo un ojo al despacho, y Mildred le acompañó sin problemas. Olía a humo, pero no de tabaco. Buscó con la mirada y vio que alguien había encendido la chimenea hacía poco. Se acercó a ella y distinguió algunos restos de papeles calcinados, entre los que podía distinguir algunos con sellos oficiales…, y antes de que pudiera inspeccionarlos apareció Mildred con una humeante taza de café. Era su oportunidad de aclarar algunas dudas con ella.

Al principio, la anciana dio muchos rodeos antes de hablarle con total sinceridad. La entendía, sabía que habían sido muchos años junto a Arthur, había criado a su hijo. Era normal que contar las intimidades de aquella acaudalada familia le costara mucho. Pero una vez que comenzó ya no pudo detenerla.

Su discurso bailaba entre la vida disoluta y al margen de la sociedad de bien que llevaba su jefe, y la dolce vita que disfrutaban Philip y Lorna.

—¿Cómo era el matrimonio de los señores Torrance? —la preguntó con algunas reservas mientras encendía un cigarrillo.

—¿Matrimonio? Creo que no…, de todos modos, es algo que debería contestarle la señora.

—¿Dónde puedo encontrarla?

—Creo que hace un momento abandonó el despacho para dirigirse a sus aposentos. —le dijo mientras abandona la sala. —Al nuevo le gusta viajar…

Y en ese instante, se produjo un clic en su cerebro: todo estaba claro. Se despidió de Mildred y se corrió hacia el despacho de nuevo. Había dejado algo a medias: en aquellos papeles estaba la clave del asesinato.

Hacía media hora que había regresado al despacho. Cogió un cigarrillo y se hundió en el humo azul mientras esperaba la llegada de su vieja amiga.

—Rick McCloud, el hombre de moda. ¿Me darás la exclusiva? —La melena de Coraline parecía tener vida propia a través de la penumbra de la habitación.

—Buenas noches, muñeca. Por supuesto. —Sonriendo se acercó a ella.

—¿Comenzamos? —Tomó una libreta y un lápiz mordido.

—Como desees, preciosa.

Le resumió toda la investigación que había llevado a cabo, desde la llamada de ella hasta el instante en el que encontró los documentos quemados:

—En cuanto vi aquel testamento calcinado, supe que el dinero estaba detrás del asesinato. Sólo había que cruzar las pruebas, por un lado, estaba la pistola de Philip y por otro el hecho de que Arthur había muerto ahogado, no de un disparo. El informe forense fue revelador: me condujo a la piscina donde por fin pude atar cabos. Allí encontré una colilla manchada de carmín que me dio el indicio concluyente. Subí a la habitación de la viuda y la vi empacando. Iba a huir como una rata. La apreté y confesó como un pajarillo. Lo demás se lo dejé a tu amigo Murphy.

—Pero Rick, ¿cómo lo hizo?

—Lo tenía planeado. Su relación con Philip la permitió tener acceso al arma de éste, que como un panoli cayó en sus garras. Primero le manipuló para que discutiera con su padre aquella noche, y después esperó a Arthur en la piscina. Cogió una botella de champán, lo golpeó, lo lanzó al agua y esperó a que se ahogara. Le sacó de la piscina, lo vistió y lo llevó al despacho.

—¿La señora Torrance? No puede ser…

—Coraline, sabes tan bien como yo que el dinero nos convierte en animales despiadados. Tu señora Torrance, después de colocar a su marido muerto en el sillón del despacho, le disparó con la pistola de su hijastro para que lo inculparan a él. Ella sabía que el contrato prematrimonial la condenaba a la miseria si Arthur no la nombraba heredera. Así que primero lo asesinó, después inculpó de ello a Philip y por último hizo desaparecer los documentos que podían poner en peligro su plan.

—Rick, ¿quién figuraba en el testamento?

—No importa. Deberíamos celebrar tu exclusiva, ¿qué te parece un Jameson en un garito que conozco en el Village? Tiene buen jazz.

Fin

Agneta Quill


[1] Término cariñoso utilizado desde los años cuarenta para designar la marca de coches Chevrolet.

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