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El manzano

El reloj de cuco dio las ocho. Laura continuaba encerrada en su habitación sumida en la tormenta que asolaba su bella cabecita. Nadie la entendía. El padre Rogelio no había sido justo. Como la miraban. Podría haber esperado, pero no, lo había hecho delante de todos en la misa de seis. En ese mismo momento debía de ser la comidilla de todos. Era un malentendido. Eso era. Hablaría mañana otra vez con el cura.

Volvieron las lágrimas de rabia, como un riachuelo desbocado. No podía olvidar la mirada acusatoria de Virginia. Juntó fuertemente sus pálidas y bien cuidadas manos intentando controlar el llanto. Siempre era la primera en llegar a la parroquia, nunca había faltado a ninguna actividad apostólica, siempre guardaba los domingos… Ella siempre había sido un referente de la sociedad vallisoletana.

—Laura, cariño. ¿Te encuentras mejor? –la voz de su madre se coló en la habitación.

—No, mamá. No lo entiendo. Siempre he ayudado en la parroquia, he ido a todas las eucaristías… –La rabieta volvió a surgir a borbotones de su garganta.

—No te preocupes cielo. He hablado con padre. Luego, después de la cena va a visitar a Don Rogelio y hablará con él –la voz de Doña Margarita estaba impregnada con tintes de tensa calma.

—No valdrá de nada madre. ¡De nada! –el grito de frustración mezclado con el nervioso golpeteo de sus pies en el suelo, recorrieron todas las calles de Valladolid.

—Mi niña bella, todo se solucionará, padre hará un generoso donativo, y Don Rogelio tendrá que ver que somos una familia de bien, y que tú, mi ángel, eres la más caritativa de todas las buenas almas que habitan esta ciudad –dijo la madre mientras acariciaba el cabello de Laura.

—¡No, no y no! No se solucionará –su voz se había convertido en un chirriante graznido.

Y huyó. Salió corriendo despavorida como alma que lleva el diablo. La rabia la dominaba completamente. No sabía a donde se dirigía y tampoco la importaba mucho. Sólo quería borrar las palabras del párroco de su mente. Ella, “Doña Perfecta”, no se lo merecía. Ella no. Nunca en su vida, nunca nadie se había atrevido a…

Mientras su mente divagaba entre estos pensamientos sus pies la llevaron al Cerro de la Contienda.

Laura se detuvo, como también lo hicieron sus lágrimas. A su alrededor sólo había árboles y oscuridad. El miedo comenzó a crecer en su corazón.

—¿Quién osa perturbar la tranquilidad de este lugar? –una voz de ultratumba la hizo dar un brinco.

—¿Qui… qui… quién eres? –la voz de muchacha temblaba por el miedo.

—¿Qué quién soy? ¡Ja, ja, ja! Soy el guardián de este lugar. Aquí la cuestión es saber quién eres tú.

—Yo…, yo…, soy Laura Federica López de Prado y Sagastizabal. Y si me ocurre algo, mi padre se encargará de que te castiguen.

—¡Ja, ja, ja! Humanos. Sois muy divertidos. Resuelto el tema del nombre. Pasemos a otra cuestión. ¿Por qué llorabas?

Y la chica comenzó a contarle con su particular punto de vista todo lo que le había acontecido. No se dejó nada en el tintero, le relató desde la humillación que sintió por las palabras de Don Rogelio, hasta la conversación con su madre, salpimentándolo todo con lloriqueos y pequeños suspiros para poder imprimir más dramatismo a su discurso.

—Entonces, a ver si me he enterado bien. Dices que el párroco del pueblo te humilló en misa porque no habías ayudado a una mujer en la casa parroquial.

—Sniff, ¡no!, no es así. Yo sí quería ayudarla, pero es que estaba tan sucia…, y olía tan mal…, y yo llevaba puesto mi traje de domingo…

—Y no querías manchártelo ni dañártelo –acabó la frase por la chica.

—Sniff, ¡sí! –reconvino Laura.

—Pues, a la sazón, mi niña, Don Rogelio tenía razón.

—¡No, no y no! Y mil veces no. Soy una persona generosa, devota y cuidadosa de Dios.

—Pero preferiste preservar tu traje a ayudar a la mujer que estaba hambrienta –sentenció el árbol.

Laura no sabía que responder, y bajó la mirada mientras cerraba sus puños con furia contenida.

—Coge un fruto de mis ramas. Como verás son unas apetecibles y jugosas manzanas. Saciarán el hambre con un solo mordisco. Veamos qué haces con ella.

Dudó, pero al final extendió la mano y cogió uno de aquellos apetitosos frutos.

—Bien muchacha. Y ahora… vuelve a casa. Esa fruta reflejará tu verdadera naturaleza.

Y el manzano enmudeció.

Con su regalo bien apretado en la mano, la chica decidió retornar a su hogar. Iba más tranquila. La conversación con aquel extraño ser la había ayudado a mitigar el tumulto de sentimientos que bullían en su interior.

—Bella dama, una limosna por caridad cristiana. Llevo dos días sin llevarme un mendrugo de pan a la boca –la voz del famélico muchacho era apenas un susurro.

—¡No! ¡Aparta de mi vista! –gritó Laura, y apretó el paso, recelosa de que fuera un ladronzuelo. Con cada zancada que daba apretaba más y más la manzana contra su pecho.

La manzana la había hipnotizado, ¡no la compartiría! Volvió a mirarla, a veces refulgía con destellos de rojo rubí, haciéndola desear probar su dulce sabor. La jugosidad de la fruta la hacía anhelar poder paladearla… Debía apresurarse, tenía que llegar a casa, además, cada vez estaba más oscuro.

Una vez segura en el jardín posterior de su hogar, acercó la fruta a su boca anticipando el jugoso manjar.

El fruto rojo cayó repentinamente de sus manos, y sintió como sus piernas se fundían lentamente con el suelo. Sus brazos comenzaban a convertirse en ramas y se vio trasladada de nuevo junto al manzano, en el Cerro de la Contienda.

—Laura Federica López de Prado y Sagastizabal, eres una dama egoísta. Don Rogelio tenía razón, y tendrás toda una vida a mi lado para pensar en ello –resonó la voz del árbol a través de la noche vallisoletana.

Agneta Quill

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