Aroma de magnolias
El café sabía horrible, como siempre, pero a Gloria no parecía importarle. Dentro de aquel Crown Victoria, no conseguía apartar la mirada de ella. Llevábamos poco tiempo como compañeros, pero nunca olvidaría el día en que el capitán me informó de que trabajaríamos juntos. Gloria Ramírez era una leyenda en la comisaría. Su entrega al cuerpo, su eficiencia… siempre lograba resolver los casos más complejos. Había escuchado tantas historias sobre ella que, aunque trataba de parecer profesional, no podía evitar sentir una mezcla de admiración y nerviosismo cada vez que estaba cerca.
—Central a unidad 2315. ¡Contesten! —el sonido de la radio retumbó por todo el coche.
—Agente Ramírez. Adelante —contestó Gloria.
—Reporten su ubicación.
—Magnolia, esquina con Coral —respondió, y pude notar como sus dedos aferraban con fuerza el receptor de la emisora.
—Acudan al 15 de la calle Dalia. Tenemos sospechas de que allí se encuentra una mujer retenida. Realicen una identificación positiva. —Y la radio enmudeció.
Giré la llave y el coche arrancó. Miré a Gloria de reojo, su cabello rubio recogido en una tirante coleta reflejaba la tensión de su rostro, con esas líneas duras y perfectas que solían estar llenas de seguridad, pero que ahora parecían contener algo más. ¿Qué debía hacer? Nunca la había visto así.
—Ramírez, ¿te encuentras bien? —me atreví a preguntar.
—No lo sé —respondió después de un largo silencio—. No llevo bien los casos de secuestro.
Me sorprendió su honestidad. Ella, la intocable Gloria Ramírez, confesando algo tan personal. Intenté restarle peso con una broma nerviosa:
—¿Puedo saber por qué? Si no te importa compartirlo con un niñato recién salido de la academia —Y solté una carcajada nerviosa. En verdad esa mujer me imponía.
—Bueno novato. —susurró, su voz pareció perderse por un segundo—. Hace muchos años… yo solo era una adolescente. Acababa de terminar el instituto. Siempre que vuelvo a ese recuerdo, el aroma a magnolias lo envuelve todo. El corsage que me regaló mi acompañante tenía ese olor. La noche era perfecta: el vestido ideal, la música de ensueño… hasta que… no sé por qué me fui sola.
» No lo recuerdo bien. Caminaba despacio por la carretera. Debían de ser las dos de la madrugada, cuando un coche se detuvo a mi lado. Entrecerré los ojos, esperando ver una cara conocida, pero todo sucedió muy rápido. La oscuridad, el alcohol…
» Después… El olor fétido, el camastro sucio, la venda en los ojos, el peso del cuerpo de mi captor sobre mí, el dolor del frío cuchillo lacerándome la piel, la colilla de su cigarro quemándome…
» Me salvé, vibré cuando reventaron la puerta de la celda. Aquel agente con su dulce voz me tranquilizó, me rescató. El oficial Peláez, mi primer compañero cuando entré en el cuerpo.»
—¿Y lo atraparon? —atiné a preguntar.
—No. —No sabía qué decirle. ¿Cómo respondes a algo así?
La casa de la calle Dalia parecía abandonada. El olor a basura nos golpeó apenas cruzamos la puerta. Con las armas en alto, recorrimos varias estancias. Gloria, que siempre se mostraba controlada, estaba rígida, en alerta; sus músculos eran cuerdas a punto de romperse.
—¿Oíste eso? —murmuró.
—Sí.
—Viene de abajo. Cúbreme —susurró Gloria, para acto seguido abrir sigilosamente la puerta que daba al sótano de aquella chabola.
Bajamos los desvencijados escalones de madera, uno a uno, con cuidado. Podía escuchar la respiración contenida de Gloria. El ruido se intensificaba a cada paso. Se volvió hacia mí, indicándome que me preparara. Se situó junto a la desvencijada puerta y me indicó que yo hiciera lo mismo. En un rápido movimiento, golpeó la puerta de madera que se desmoronó bajo su fuerza.
La horrible escena ante mis ojos me dejó paralizado. Una muchacha yacía en un camastro, con los ojos vendados y las extremidades atadas. Su cuerpo, desnudo y lleno de quemaduras de cigarrillo, mordiscos, y heridas de cuchillo, me recordó las palabras de Gloria. Mi estómago se revolvió.
Gloria, rápida y eficiente, se arrodilló junto a ella, desatando las muñecas con cuidado, hablándole con una dulzura que nunca antes había visto en ella. Mientras la consolaba, el dolor agudo en mi cabeza fue lo último que sentí antes de caer al suelo.
Cuando abrí los ojos, el dolor palpitaba en mi cabeza y mis manos atadas con bridas me impedían moverme. Mi visión aún borrosa me dejó entrever una figura tendida a mi lado: Gloria; su cuerpo inerte, sin vida. Mi garganta se secó y mi corazón se paralizó por un segundo…
—Un juguete nuevo —susurró una voz rasposa desde la oscuridad—. Ella y yo… jugamos juntos hace muchos años. Ahora te toca a ti.
Las luces de la sala se encendieron y la pantalla del cine se fundió en negro, mostrando: CONTINUARÁ…
Agneta Quill