Helada decadencia.
El cadavérico glaciar se desgarra, sucumbiendo a los infernales vientos del Sur. La asfixia le ha despedazado, rasgándole a través de innumerables cicatrices: hediondas grietas por donde el insalubre mar vomita al exterior el fétido olor de años de contaminación.
Su viaje no es solitario. Pedazos de marchito carámbano, extirpados y abandonados a la deriva, escapan junto a él en su última travesía por ese emponzoñado océano que acabará corroyéndolos hasta el tuétano.
Todos han desertado encabezados por un desolado fragmento, tiznado de verdinegro pastizal que los guía sin rumbo por la abrasadora inmensidad.
«¡Huid ingenuos!» Rumia el agonizante glaciar, sabiendo que aquellos inocentes no sospechan su funesto destino.
Agneta Quill