
Feral
Huiste, porque no te quedaba más piel que soportara sus manos. Corriste entre edificios hasta que se acabaron y entraste al bosque. Creíste que te devoraría sin imaginar que, al igual que tú, él también huía.
Te arrastraste entre raíces, como quien busca regresar al amparo del útero materno. Allí, no había miradas inquisitorias, ni relojes, ni preguntas. Solo frío. Barro. Hambre. Dormías entre ramas rotas. Comías lo que encontrabas. Durante semanas, solo fuiste un bulto tembloroso que aguardaba a que alguien viniera. A buscarte. A rescatarte. A gritar tu nombre… Pero nadie vino. Y entonces, dejaste de esperar.
Te alzaste.
Te sangraron los pies. Se te astillaron los dedos. El cuerpo se endureció. Se curvó. Se volvió extraño. El lenguaje de los hombres empezó a oxidarse en tu lengua. Palabras como “trabajo”, “promesa”, “mañana” se deshicieron entre tus dientes como hojas secas. Pero aprendiste otros sonidos: el crujido del musgo, el silbido del viento cuando presagiaba tormenta, el grito de los cuervos cuando sentían la carne cerca.
No fue magia. Fue instinto.
Te crecieron las uñas por necesidad. El lomo por frío. Los colmillos por defensa.
Pero el alma… El alma fue la que más cambió.
Porque ya no soñabas con volver. Solo necesitabas sobrevivir.
Y los encontraste, porque no vinieron a ti. Los oliste. Los seguiste. Te reconociste en ellos. Como tú, no tenían nombre, ni pasado, ni dirección. Pero sentíais el mismo temblor en los huesos, los gritos callados en la mirada, y el silencio aprendido a golpes cosido en los labios. Estabais heridos, sucios. Parias, expulsados por una ciudad que nunca toleró lo que no entendía. Algunos se habían rendido. Otros, apenas recordaban que podían morder. Pero unos pocos —muy pocos— aún sabíais resistir.
Formasteis manada. Eran tus hermanos, aunque no compartíais la misma sangre. Os unía un aprendizaje común: ya, ninguno pedía perdón por existir.
Y cuando aullabais juntos bajo la luna, no era por tristeza. Era por orgullo. Porque, pese a todo, seguíais vivos.
Hasta que llegó el día. Se adentró en el bosque. No como los tuyos. Este venía con un rostro conocido, una linterna y mucho miedo. No sabía correr. No sabía callar. Lo oliste antes de que llegara. Y rezumaba a ciudad. A asfalto. A rutina. A culpa.
Se perdió. Siempre se pierden. Te encontró. O eso creyó. Te apuntó con la luz como si pudiera detenerte con aquel haz artificial. Gritó cosas que ya no entendías: órdenes, excusas, nombres… Tu nombre. El antiguo.
Y dudaste. Te temblaron las patas. Se te erizó el pelaje. Recordaste: una casa, un cuaderno, un padre que no pidió permiso y una madre que no te defendió.
Y entonces él —tu verdugo— retrocedió. Y lo miraste. Como se mira a algo que ya no tiene poder. Como se mira al abismo cuando sabes que vas a caer.
Tembló. No por culpa. Por miedo. El mismo que arañó tu piel durante demasiados años.
Alzaste la cabeza. Y con un solo aullido —corto, seco, tuyo—, la manada respondió. Surgieron del bosque sin prisa, sin rabia. No corrían: avanzaban.
Intentó hablar. Huir. Intentó ser humano. Pero ya era tarde para eso.
Saltasteis sobre él. Tú no fuiste la primera. No hizo falta. Le clavasteis los colmillos, le desgarrasteis la piel…
Te retiraste. Lo observaste. Los dejaste hacer… Cuando cayó, no gritó. Nadie aulló. El silencio regresó. El bosque siguió siendo bosque. Y tú, cumpliste su ley.
Agneta Quill





