Relato corto Apuntalando las ruinas. Las piernas de una mujer con zapatos de tacón.

Apuntalando las ruinas

“Seremos esa generación perdida apuntalando las ruinas.”
— Ismael Serrano

No fue el abrigo. Ni las gafas oscuras. Ni ese moño impecable que tensaba tu rostro borrando de él cualquier indicio de ternura. Fue la manera en que sostenías el bolso. Pegado a ti. Protegiendo tu corazón bajo llave.
Pero estabas allí. De pie en la acera de Serrano, delante del escaparate de Suarez. No buscabas, no mirabas nada en concreto. Solo estabas: recta, fría, impecable. Como si fueras parte del mobiliario de aquel barrio lleno de brillos dorados.

Y, sin embargo, eras tú.

Tardé un segundo en reconocerlo. Otro en aceptarlo. Los años se esfumaron de golpe. Regresé a Vallecas. A tu risa bajo los soportales, las zapatillas rotas, el pelo revuelto y ese lunar que me volvía loco.
Al acento dulce que arrastrabas cuando estabas cansada y el cuaderno de tapas verdes donde escribías lo que nunca me dejaste leer.
Recordé tu manera de besar: despacio primero, pidiendo permiso; a ciegas después, como si fuera la última vez.

Te fuiste al extranjero a estudiar —eso fue lo que me dijiste. Yo nunca supe si fue una huida o un salto. Solo recuerdo el vacío que dejarte y la certeza de que te había perdido sin haber llegado jamás a tenerte.

Ahora llevas un traje caro, maquillaje neutro y un gesto que nadie se atrevería a discutir.
La adolescente que adoraba el desorden ha desaparecido bajo capas de seda y satén. Tu belleza es otra: más afilada, menos real. Más altiva, menos tú. En tus ojos perfilados ya no quedaba nada de aquella mirada azul que me invitaba a soñar.

Continúo observándote desde la otra esquina, pero no me acerco. No sé si podría hablarte sin traicionar al muchacho que fui. Aquel que pasaba las noches inventando futuros sin imaginar que los tuyos y los suyos no se cruzarían.

Quiero creer que eres feliz. Pero hay algo en tu quietud que me lo niega.

Y yo aquí, con la cazadora arrugada, los zapatos gastados y el alma hecha de días que ya no cuentan… Te imagino abriendo la puerta de una casa silenciosa. Encendiendo luces de diseño. Calentando la cena sin hambre. Poniendo el móvil en modo avión.
Esperando que nadie te pregunte si estás bien…

Entonces, sin razón aparente, giras la cabeza. Y nuestros ojos se cruzan. Y ya no soy un hombre de cuarenta años ni tú una mujer de mundo. Simplemente somos dos adolescentes que no supieron despedirse.
No sonríes. No frunces el ceño. Solo me miras. Como si me vieras de verdad. Por primera vez… O por última.

Y en ese gesto seco, contenido, comprendo que todo sigue donde lo dejamos:
allí, en la azotea del instituto, atrapados en lo que no dijimos.

Después vuelves la vista al escaparate. Y en esta ocasión, soy yo quien no se queda.

Agneta Quill

error: Content is protected !!