
Lo que comen los muertos
El cartón de leche vacío seguía riéndose de ella. La olla bullendo con agua turbia fingía ser sopa. Afuera, las bombas marcaban los minutos y las carcajadas de los soldados los segundos. Abrió las piernas sin dudar para ellos. No la importó su olor a sudor turbio y a pólvora quemada. En el camastro, en un rincón, los niños dormirían todavía, pegados, huesos contra huesos… ya no lloraban; sus ojos hundidos solo eran una súplica muda por comida. Era el turno del sargento. Quería su boca… y también la abrió. Aquella mañana la nevera era un ataúd vacío y aquellos hombres la habían prometido pan duro y sobras podridas. La mano ennegrecida le empujó la cabeza hacia abajo y en el silencio posterior, lo único que escuchó fue el estómago vacío de sus hijos, apagando con su rugido toda su dignidad.
Agneta Quill
