
La Gata del Averno
A la mina la conocían por el humo del faso, no por el nombre. Tabaco berreta, del que te raspa la garganta y te hace lagrimear. Bajaba al sótano después del laburo, se emperifollaba con lo que quedaba del carmín —puro rebusque— y le daba al micrófono. En la cartelera de neón medio quemado decía “La Gata China”, en letras torcidas y fondo desteñido. Pero en el boliche, entre mesas pegajosas y vasos rotos, le decían Reina y ella se descostillaba de la risa. ¿Reina de qué? Si a las seis andaba barriendo mugre en oficinas y a las once, cantando para borrachos que no sabían si aplaudir o pedir otra vuelta de ginebra.
Esa noche cayó un tipo con pinta de cronista o de chanta, que al final es la misma cosa. Traje barato, grabadora en mano y esa sonrisa de quien cree que con guita se puede comprar hasta el alma.
—Decime tu nombre —le tiró.
—¿Y pa` qué? Si mañana, ni vos vas a querer acordarte.
Venía con el verso ensayado: el tango, lo porteño, la nostalgia de postal. Ella le bancó el discurso entero, porque mientras él hablaba, el mozo seguía sumando copas a la cuenta.
Cuando cerraron, la siguió. Bajaron juntos al subte. El aire olía a fierro viejo y chamuyo rancio.
—Vos podrías tener más, ¿sabés? —le tiró—. Con un poco de suerte y la cara lavada.
Ella se encendió un cigarro y le soltó el humo en la cara.
—Nene, la suerte es para los boludos que todavía creen en los Reyes Magos.
El tren vino bufando desde el túnel. Él quiso tocarla, pero ella ya se había corrido un paso.
Nadie gritó. Nadie miró. Allí abajo, nadie se metió.
Al otro día, los diarios no dijeron un carajo. Silencio oficial. Solo los del boliche juraron haberla escuchado esa noche, cantando el mismo tango de siempre, el que ella usaba para reírse del mundo entero: “¿El cielo? Andá a buscarlo vos. Yo tengo corona en el averno”
Agneta Quill



