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Mi bella criatura

La alegría reinaba en la casa aquella mañana. Todos estábamos desayunando en la cocina, Mel, mi hija mayor, devoraba las tostadas con un hambre voraz. La miré detenidamente, era bellísima con el pelo dorado y los ojos azul cielo. Nunca le perdonaré a Dios el castigo que nos infringió a través de aquella adorable criatura. La dejé en compañía de mi mujer y salí disparado al trabajo. 

Apenas había conseguido sentarme en mi escritorio cuando el teléfono comenzó a sonar. Tomé el auricular temiendo escuchar lo que la voz al otro lado quería decirme. Era Helen, mi otra hija. No lograba entenderla, el aparato solo vomitaba gritos y aullidos, entremezclados con sollozos. Una batalla campal se estaba librando al otro lado y yo era testigo ciego de ella. Grité su nombre, vociferé el de mi mujer, aullé el de Mel. Ninguna me contestó, volví a intentarlo, más fuerte. Nada, sólo seguían los alaridos y los chillidos. Dejé caer el cordón que me unía en esos momentos a mi hogar y abandoné la oficina como alma que llevara el diablo.

Abrí la puerta de la casa y un coro de alaridos procedentes de la cocina me saludaron al entrar. La escena que se desarrollaba delante de mí era dantesca.

La estancia era un cuadro impresionista de rojos sanguinolentos, que un inepto pintor hubiera hecho con brochazos grotescos. Mel se aferraba a un hacha como si de un salvavidas se tratase, mientras que su hermana chillaba presa del pánico acurrucada en un rincón, todavía con el auricular aferrado en su mano.

Mi mirada quedó clavada en la cabeza reventada de mi esposa, donde todavía descansaba el hacha que la había desgajado por la mitad. Dirigí la atención de nuevo a mi bella criatura, había caído de rodillas y balbuceaba una canción. La inconexa y hermosa melodía junto a los aullidos de su hermana taladraban mis oídos, abstrayéndome por unos segundos de aquella cruda realidad.

Mis ojos deambularon por toda la estancia: encima de la mesa estaba todavía el desayuno a medio comer, contrastando con las sillas caídas y el rastro de la sangre de mi mujer en el blanco suelo.

Un grito de Mel me hizo salir de mi ensimismamiento. Me acerqué a ella despacio, muy lentamente. Se giró hacia mí, me detuve, temeroso de que fuera yo su siguiente víctima y reparé en el amasijo temeroso que era su hermana, la imploré con la mirada que no se moviera, que no hablara, que no respirara.

Mi bella criatura se levantó, todavía con el hacha en la mano. Venía hacia mí. Sus vacíos ojos me produjeron escalofríos. Intenté recordar como la calmaba mi esposa, y la dulce melodía surgió de mis labios. Se detuvo y el arma resbaló de sus delicados dedos.

Unas cristalinas lágrimas comenzaron a rodas por sus mejillas. Había vuelto a ser ella. Retomé el camino hacia mi frágil hada, muy despacio, como antes. Miraba alrededor, veía lo que yo: toda la cocina ensangrentada, a Helen aterrorizada con los ojos hinchados de tanto llorar, y a su madre muerta con el cráneo destrozado.

Fue una fracción de segundo, no me dio tiempo a reaccionar. Las agiles manos de la bella criatura tomaron la plateada hacha y con un movimiento certero la incrustaron en su dorada cabecita, sesgando así su propia vida.

Agneta Quill

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