Días oxidados

Llegaba tarde a la universidad, pero no podía evitar detenerme. Solo un segundo más.
El aire sabía a hojas secas y a tabaco rubio. El otoño fumaba en silencio entre clase y clase. Me paraba frente a los escaparates escudriñando mi imagen. Adoraba mis rizos negros. Los colocaba con ceremonia tras las orejas, domados bajo el gorro de lana, como si con eso pudiera ordenar también mis pensamientos. Sonreía sin razón. El futuro era una promesa vestida de colores nuevos, esperándome al final de la calle.
Me despedía lentamente de mi reflejo. Y entonces, a correr. El frío me daba siempre el primer aviso, un beso helado en las mejillas para recordarme la hora.

Ahora camino más despacio. El tabaco ya no está, pero las hojas siguen, tercas, crujientes, fieles. Ya no me arreglo frente a los escaparates. Tampoco me busco.
Hace años que el frío no avisa. Solo llega. Y se queda en los huesos como una deuda olvidada.

Solía llevar el abrigo abierto. Y el corazón, también. Pensar que el tiempo era una curva suave. La juventud una forma de mirar siempre hacia delante, con la soberbia de quien nunca había usado el retrovisor. Pero no era así. Aquella juventud era una estación. Un préstamo. Uno que pagué en cuotas invisibles, cuando ya no quedó nadie para recordarme el importe.

A veces creo verla. Una sombra cruzando la acera contraria, con el abrigo abierto y el cabello desordenado por un viento que todavía es suyo. A veces creo sentirla.
Ligera. Viva. Ignorante del peso que vendrá, del cansancio que aún no sabe deletrear.

No sé en qué momento dejé de estrenar la vida. Quizá cuando empecé a decir “ya no”: cuando guardé la esperanza para un día que olvidé apuntar en el calendario. Un día que nunca llegó.

Hoy no quiero pensar en eso. Hoy quiero oler a octubre, aunque el aire venga más lleno de despedidas que de promesas. Y sonrío. Como ella. El viento levanta las hojas y,  por un instante, el otoño —terco, testarudo, hermosamente inútil— parece nuevo otra vez.

Agneta Quill

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