Resonancia psicótica
Cuando comienzan, son apenas susurros, ecos lejanos que penetran en tus oídos como una caricia de ultratumba. Pero a medida que te despejas de los vapores del sueño, aquel rumor se vuelve más perturbador, más inquietante.
«¡Despierta! ¡Rápido! ¡No nos hagas esperar!»
Sólo penumbra. Un escalofrío recorre la espina dorsal. ¿El origen de los extraños sonidos? Lo buscas. ¿Es el viento? No. ¿Animales? ¡No! El espacio se corrompe: voces siniestras, guturales. Pánico, angustia, terror.
«¡Abre los ojos! ¡Míranos!»
Tic-tac, tic-tac. El reloj en la pared marca el tiempo como un corazón palpitante. Sus agujas danzan al compás de tus propios miedos. En cada rincón, te observan. En cada sombra. Te acechan. Las paredes son testigos mudos en esta oscuridad. Un roce: aliento frío, sepulcral.
«¿Moverte? ¡No puedes!»
Te paralizan: murmullos cada vez más reales, verbos funestos que la razón no puede descifrar.
Taladran tu cabeza golpeándola una y otra vez con su son macabro. Son latigazos en el alma, una llamada desde los abismos.
«¿Gritarnos? ¿Qué paremos? ¡No! ¿Quieres taparte los oídos? ¡Inténtalo!»
Temblores, sacudidas, pavor. Las palabras se convierten en sentencias. Perturban, encarcelan. Te arrastran al reino de la locura, te hunden en la desesperación más absoluta.
«¿Huir de nosotros? ¿Dónde? ¡Inocente!»
Las condenas se transforman en verdugos: cuervos sedientos de sangre que te atraviesan y laceran la piel. Desgarran cada vena, despedazan cada víscera. Desgajan lentamente cada una de tus extremidades. Te convierten en un juguete roto.
«No, por favor. ¡Basta!»
Te ciñen con un abrazo gélido. Te atan con su apocalíptico mensaje. Te estrangulan con su perversa música. Te matan con sus filos punzantes. Te vacían la cabeza de cualquier pensamiento congruente.
Agneta Quill