Noche de cuchillos largos

Se aferraban el uno al otro. Caminaban por las angostas aceras del barrio de Palermo esquivando a los transeúntes que iban y venían. Acompasaban sus pasos con la banda sonora que formaban a su alrededor el sonido de los colectivos junto al alegre murmullo de los cafés. Elena elevó el rostro: el sol se reflejaba en las fachadas de los edificios antiguos, los árboles de jacarandá estaban vestidos de púrpura y azul; el aire impregnaba de vitalidad todos los rincones de la ciudad. Cerró los ojos, inspiró con fuerza e intentó retener aquella sensación en la retina; hoy lo necesitaba más que nunca.

La casa de estilo colonial se alzaba ante ellos. Un aroma de carne asada y empanadas recién horneadas les recibió inflamando el apetito de ambos. La mano femenina se elevó entre titubeos y el delicado dedo se quedó suspendido frente al timbre de la puerta.

—¿Ocurre algo, cariño?

—No…, sólo dame un segundo, por favor. —suplicó Elena.

Tras dos zumbidos, apareció su madre. Los recibió con un beso en cada mejilla y una sonrisa que, aunque cálida, se torcía apenas un poco, como si algo la tirara hacia abajo. Mientras los acompañaba hasta el salón, sus manos temblaban levemente y su mirada se deslizaba rápidamente hacia el pasillo. Aunque los gestos eran los de siempre, había algo en la forma en que hablaba, tal vez una ligera vacilación, como si las palabras se arrastraran al salir, buscando no perturbar el ambiente.

El salón estaba decorado con muebles de estilo norteño: una mesa de madera maciza y sillones de cuero gastado. El hombre que estaba sentado en uno de ellos levantó la mirada del periódico. Sus ojos, escondidos detrás de unas gafas de montura dorada que hasta hacía unos instantes permanecían fijos en las letras impresas, se clavaron en su cara con una expresión imperturbable.

—¿Quién eres tú? —preguntó dejando el “Clarín” doblado sobre una mesita auxiliar.

—Disculpe, señor González. Mi nombre es David Eichelbaum. Me gustaría presentarle mis respetos.

—¿Eichelbaum? ¿Judío? Es curioso cómo algunos apellidos sobreviven…—No estaba seguro, pero juraría que el tono del padre de Elena sonaba irritado.

—Sí, papá. Se apellida así. 

—Bueno, bueno. La comida está lista. —¡Bendita mamá! Pensó aliviada cuando la vio entrar.

La mesa del comedor estaba vestida con un mantel blanco; en el centro un arreglo floral añadía un toque de color y fragancia al ambiente. Los platos colocados con precisión alemana rodeaban a una fuente de porcelana que rebosaba con una ensalada fresca y colorida mientras que cuencos de cerámica estaban repletos de guisos humeantes y carnes asadas. El aroma tentador de todo aquello hizo que a David se le hiciera la boca agua.

La charla que acompañó a la comida fue insustancial: algunas frases sobre lo caro que estaba todo, salpimentadas con referencias al Boca. Mientras escuchaba distraída, Elena notó que la puerta del estudio de su padre estaba cerrada, como siempre. Desde niña había aceptado que esa era una de las reglas de la casa, entre otras muchas…

Se levantó junto a su madre para servir el café mientras que el sonido distante de un tango se coló por la ventana abierta del comedor. Tomó aire, cada vez estaba más inquieta…

—Mamá, papá. Tenemos que daros una noticia. —Hacía apenas cinco minutos que se habían reunido todos de nuevo alrededor de la mesa. —David y yo… —Suspiró, necesitaba reunir todo el coraje que pudiera antes de dejar que las palabras salieran de sus labios. —Nos vamos a casar. —Terminó con una sonrisa nerviosa, esperando la respuesta emocionada de sus padres.

No fue alegría ni entusiasmo lo que surcó los rostros de Jorge González y de su mujer Valentina Fernández, sino miradas de incredulidad y un denso silencio que inundó la habitación.

La madre de Elena se llevó una mano a la boca mientras que los ojos se le abrían llenos de sorpresa ante aquella noticia inesperada. Su padre se levantó de la silla con furia contenida gritando exabruptos e improperios. Su chica, todavía sentada a su lado comenzó a temblar, presa de la tormenta que se había desatado a su alrededor.

David se encaró con ellos, y comenzó una bronca acalorada dónde discutieron sobre religión, tradición y orgullo familiar. Las palabras se convirtieron en cuchillos que cortaban el aire, y las voces cada vez más elevadas en un caos que amenazaba con desmoronar los cimientos de la familia.

Agarró la mano de su novio y se levantó. Estaba abrumada, el peso de las diferencias irreconciliables pesaba como una losa sobre sus hombros.

—Lo siento mucho, pero nosotros nos vamos. —les dijo, tirando de David hacia la puerta.

—¡No! ¡Tú no te vas con él! —la gritó el señor González.

—Es usted un animal. No ve que en su estado no debe disgustarse. —Se giró hacia Elena que sostenía el pomo de la puerta.

—¿En qué estado está mi hija? —El silencio volvió a apoderarse de todos.

—Estoy embarazada, mamá. Vais a ser abuelos. —Y tirando con determinación de David, salió y cerró la puerta de golpe tras de sí, dejando atrás el eco de la buena nueva en la mente aturdida de sus padres.

La noche caía sobre Buenos Aires, Elena se encontraba en medio de una pesadilla que no parecía tener fin. La preocupación le pesaba y la incertidumbre le atormentaba mientras intentaba desesperadamente contactar con sus progenitores.

David había conseguido tranquilizarla, hacerla entender que la bronca de hacía unas horas había sido producto del impacto de la noticia. Sirvieron dos tés, una tableta de chocolate y algún que otro arrumaco de su novio para convencerla de contactar con sus papás. Una vez y otra había marcado el número de teléfono familiar, pero no había habido respuesta, sólo el eco vacío del silencio al otro lado de la línea.

—No puedo más, necesito ver a papá y a mamá.

Con el corazón en un puño se subió en el asiento del copiloto del “Golf”; David arrancó el coche y se dirigieron a toda prisa hacia el barrio de Palermo.

La casa colonial estaba sumida en la penumbra. El silencio que los recibió era ensordecedor y la sensación de malestar crecía en su interior con cada paso que daba. De pie en medio del pasillo ambos se miraron y sin decir una palabra comenzaron a buscar en cada rincón: ella fue al salón, él a la cocina… No había nadie. Ambos se juntaron en la puerta del dormitorio principal. Dudó, siempre le había dado respeto la habitación de sus padres, titubeó, llamó: nada, sólo más oscuridad. No había rastro de ellos, ni siquiera una nota que explicara su ausencia. El pánico se apoderó de ella.

—No hemos buscado tras esa puerta —la informó David mirando al fondo del pasillo.

—No debemos entrar. Papá lo tiene prohibido. —Elena se mordió el labio, incómoda.

—Deberíamos echar un vistazo, tal vez haya algo que nos ayude.

—Creo que no. Son órdenes de papá. —sentenció mientras la duda comenzaba a anidar en su corazón.

De regreso al salón, con manos temblorosas cogió el auricular negro de bakelita y marcó el número de la policía. La voz del oficial que respondió la sonó lejana, distante, pero luchó por mantener la compostura mientras intentaba explicarle la situación desesperada en la que se encontraba.

—Me han dicho que deben pasar veinticuatro horas de la desaparición, que antes no pueden hacer nada. —David no la contestó, no dijo ninguna palabra, pero se acercó a ella y la tomó en brazos.

—Te prometo que los encontraremos.

Tras calmarse, ambos decidieron pasar la noche juntos en la casa esperando por si regresaban sus moradores. Se sentaron juntos en el sofá, abrazados, con las luces apagadas y el peso de la incertidumbre sobre sus hombros.

La casa, sumida en la penumbra, parecía más grande de lo que había sido nunca. Los retratos, tan familiares en otro tiempo, ahora parecían observarla desde la distancia helándole la sangre. El silencio se volvió pesado, abrumador…

El timbre del teléfono les asustó. Elena contestó la llamada, con la esperanza de que fueran buenas noticias.

—Casa de los González.

Ist der Oberst Müller da? —respondió una voz de hombre al otro lado de la línea.

—Creo que se ha equivocado. —Y sin más, colgó el auricular.

—¿Quién era, cariño?

—Una equivocación. —contestó mientras se volvía a acomodar junto a él. Desde ese instante, cada pequeño ruido los hacía saltar y la sombra de la preocupación les oprimía cada vez más el corazón.

—¿Por qué no duermes un poco? Debes pensar en el bebé.

—No puedo.

—Déjame ayudarte. —le susurró mientras que la acomodaba junto a él. —Ahora te voy a enseñar la nana que me cantaba mi “Bubbe” para hacerme dormir.

Oif’n pripetchik brent a fayerl,

Un in shtub iz heys.

Un der rebbe lernt kleyne kinderlekh

Dem alef-beys…”

La dulce voz inundó todos sus sentidos transportándola a otro lugar a otro tiempo. La dulce Elena por fin estaba dormida y la paz y la serenidad de su expresión le confirmaron que aquel sueño, a pesar de que fuera breve, sería reparador.

Buscó una manta y la arropó con ella. Necesitaba un café y sin pensarlo más se dirigió a la cocina a prepararse uno. Con la taza humeante en la mano decidió regresar al salón, pero allí en medio de la oscuridad del pasillo la puerta cerrada del estudio del señor González despertó su curiosidad. Elena no le había dejado buscar allí, le había dicho que aquella habitación estaba cerrada con llave y que sólo su padre la tenía.

Intrigado, agarró el picaporte y lo bajó. La puerta cedió, se abrió ante él y la curiosidad pudo más que la prudencia. Buscó un interruptor y lo presionó. La estancia estaba algo desorganizada, los muebles de madera oscura y las estanterías estaban repletos de libros y documentos antiguos. Un gran escritorio dominaba la habitación, cubierto de papeles, cuadernos y un viejo tintero. Se acercó a la mesa y buscó un hueco para su taza en aquel desorden. Un paquete de sobres sujetos con un lazo morado le llamó la atención. Lo cogió con cuidado y el idioma que adivinó escrito en ellos le sorprendió. Los tiró como si quemaran y salió corriendo.

—Elena, cariño. Despierta. Creo que he encontrado algo. —La chica abrió los párpados sobresaltada.

—¿Son mis padres?

—No, pero puede que nos ayude a encontrarlos.

Ambos se dirigieron al estudio. A su lado, David le colocó una mano reconfortante sobre el hombro. Se miraron con incertidumbre: ella no sabía que iba a encontrar y él no sabía cómo ella iba a reaccionar. Empujaron la puerta que cedió con un chirrido seco. El olor a papel antiguo y polvo la envolvió de inmediato. La estancia era más pequeña de lo que recordaba.

—Mira esto. —dijo David, levantando un viejo sobre amarillento con un sello inusual—. Está en alemán.

—¿Por qué tendría papá algo así? Él nunca ha hablado de esto. —Lo observó con el ceño fruncido.

Con manos temblorosas abrió el cajón más grande del escritorio de su padre esperando encontrar una respuesta a toda aquella locura. Dentro, entre papeles desordenados, una fotografía en blanco y negro captó su atención. Elena contuvo el aliento; era su padre, joven, pero había lago terriblemente distinto en su rostro: una expresión dura, fría; unos ojos vacíos.

—¿El de la foto es mi padre? Imposible. —gritó la muchacha.

—Amor, tranquilízate. Piensa en el bebé.

La joven examinaba la imagen, una y otra vez, como si el rostro en blanco y negro pudiera revelarle algo más que el vacío de los ojos de su padre. David, por su parte, decidió recorrer la habitación con pasos cautelosos. Algo extraño encerraba la disposición de los objetos, como si todo estuviera allí para esconder algo.

—Esto no tiene sentido —murmuró el muchacho, más para sí mismo que para ella, mientras deslizaba los dedos por el borde del escritorio, buscando alguna pista.

Elena, inmersa en sus propios pensamientos, apenas lo escuchaba. Pero un leve clic resonó en la habitación. David se había detenido frente a uno de los cuadros que colgaban en la pared, un retrato más joven de su padre, enmarcado en madera oscura. Con una mezcla de curiosidad y desconcierto, presionó el borde del marco.

—Elena, ven aquí —dijo en voz baja, llamando su atención.

Ella se acercó, notando el leve desplazamiento del cuadro. David presionó con más fuerza, y el retrato cedió, revelando un pequeño panel metálico empotrado en la pared.

—¿Qué es eso? —preguntó Elena, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.

David no respondió de inmediato. Tiró con cuidado de una palanca que se ocultaba tras el panel, y el sonido de engranajes ocultos llenó la habitación. Ante sus ojos, una sección de la pared, donde las sombras habían pasado desapercibidas, comenzó a desplazarse. La madera crujió, y la pared se deslizó lentamente hacia un lado, revelando un estrecho pasadizo y unas escaleras que descendían en espiral hacia la oscuridad.

Elena sintió un nudo en el estómago, como si el aire mismo de la habitación se hubiera vuelto más pesado. David, aún con la mano en la palanca, la miró en silencio, sabiendo que lo que encontrarían abajo no sería fácil de enfrentar.

—¿Bajamos? —preguntó él, intentando mantener la calma.

Elena tomó aire, apretó su mano, y juntos, dieron el primer paso hacia el oscuro túnel, donde el pasado más sombrío de su familia los esperaba.

Lo que encontraron los dejó sin aliento. En la penumbra yacían dos cadáveres: uno vestido con un uniforme de la SS y la otra con uno de las Juventudes hitlerianas. Una imagen tan impactante que parecía haber sido arrancada de una pesadilla. Aquellas ropas, ahora manchadas y descoloridas por el paso del tiempo, evocaban una época oscura y aciaga que los dos chicos creían enterrada en los rincones más profundos de la historia.

Sin poder apartar la mirada, David observó que la mano del señor González aún sujetaba una pequeña botella de cristal vacía que reconoció de inmediato como cianuro. Se giró hacia su novia que permanecía petrificada en la puerta del sótano.

—Cariño, creo que deberíamos regresar arriba y llamar a la policía.

—¡No! No puede ser. ¿Por qué? Has visto el sello de las cartas, ¡Dios, eran asquerosos nazis! Mi papá, mi dulce mamá… —No pudo terminar, el llanto rompió su garganta.

—Vamos, esto te hace mal.

A medida que el amanecer se colaba por la ventana del salón, Elena y David se enfrentaron a una realidad que nunca hubieran imaginado. La luz del día parecía haberla despojado lentamente de su inocencia, revelándola todas las sombras que se habían escondido en los rincones más oscuros de su historia familiar. Pero a pesar de todo, sabía que la mano que la sostenía lo haría siempre, y que el bebé que esperaban juntos les daría fuerzas para construir un futuro junto a él, paso a paso, sobre las ruinas que le habían dejado atrás sus padres.

—David, llama a la policía.

Agneta Quill

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