
La biblioteca de los olvidados
Es absurdo, pero mi vida comenzó en el momento que me senté junto a una anciana que estaba leyendo; su dedo se deslizaba por la página, lento y silencioso, línea tras línea. Era relajante mirarla. Pero creo que me estoy adelantando a los sucesos. Esta cabeza mía ya no funciona como antes.
Quedaba un día para mi cumpleaños, el último antes de alcanzar la dorada treintena. Siempre había esperado ese momento con anhelo: la celebración, el prometido “Ascenso” al mundo de los elegidos para un propósito supremo. Se acabarían las cargas, las preocupaciones… Estaba cansado de que todos los días siempre fueran igual junto a una compañera reproductora que me desagradaba en lo más profundo. Nunca fallé. Cada día, entregaba mis recuerdos al sistema. Cada noche, cumplía con la reproducción reglamentaria con la frialdad de quien ajusta una ecuación. Tres veces concebimos. Tres hijos que nunca conocería más allá de los informes. Nunca cuestioné nada, ¿para qué hacerlo? El Orden Supremo vigilaba, proveía, pero…, mi corazón estaba incompleto y mi alma vacía.
Ese día, salí a caminar sin rumbo, buscando ahogar el peso de la incertidumbre que no comprendía. Mis pasos perdidos me llevaron a un parque dentro del distrito de los repudiados; personas nacidas con taras confinadas por el régimen a vivir aisladas de la sociedad. Fue entonces cuando la vi por primera vez. Estaba en un banco del parque, encorvada sobre un grueso libro, su dedo recorría la página con calma reverencial. Me acerqué a ella, era una ciega sin nombre, pero algo en su presencia me hizo detenerme, y a pesar del rechazo que me producían todos ellos, me dejé caer a su lado sin pensar. Una paz extraña se apoderó de mí, como si aquel fuera mi lugar.
—¿Te relaja mirarme? —preguntó de repente, sin apartar sus manos del texto en braille.
Su voz era baja, áspera por los años, pero había en ella una firmeza serena que me desarmó. Sobresaltado, balbuceé una respuesta incoherente. No esperaba que me hablara. Nadie lo hacía a menos que fuera estrictamente necesario.
Ella sonrió. No fue la sonrisa vacía y reglamentada que nos enseñaban en los programas de conducta; fue algo distinto: cálida, genuina… humana.
—¿Qué lees? —pregunté, esforzándome por sonar indiferente.
—Fragmentos de vidas pasadas —respondió con serenidad.
Fruncí el ceño. Aquello no tenía sentido. Los recuerdos eran propiedad del Estado, almacenados en el Archivo Central y accesibles solo para los Administradores. Nosotros no necesitábamos volver la vista atrás; el pasado no servía para producir. Nadie podía leerlos.
—¿De qué tipo?
La anciana acarició otra línea del libro, como si se sumergiera más en sus páginas invisibles.
—Historias que el mundo quiso abandonar. Fragmentos de cuentos quemados, sonatas desterradas, imágenes de cuadros que se desvanecieron en el olvido. Cada línea que leo me devuelve un instante robado… un eco de lo que fuimos.
Nunca fui un amante del arte. Ni de la música. Ni de la literatura. No porque no me interesaran, sino porque simplemente no existían. Hace generaciones, el Orden Supremo los declaró obsoletos, inútiles para la eficiencia social. Todo lo que no contribuyera a la reproducción o al desarrollo profesional fue eliminado. Las aulas solo enseñaban fórmulas, procesos y directrices; la historia misma fue desechada: “el pasado no produce”.
—No puedes… —comencé, pero ella alzó una mano arrugada y me interrumpió.
—La nostalgia no se lee, se siente —dijo con voz grave.
Antes de que pudiera procesar sus palabras, me tendió el libro. Dudé, pero una extraña necesidad me hizo aceptar. Al rozar los relieves, una ráfaga de imágenes y emociones desconocidas explotó en mi mente: el aroma a tierra mojada tras la lluvia, una risa infantil en el aire, una canción que me tarareaba una cuidadora en mi infancia… Temblé; era hermoso…, devastador.
Lo solté, jadeando.
—¿Qué… qué es esto? —murmuré, tambaleándome.
—Es lo que eras antes de ser lo que eres ahora —respondió con calma.
Me levanté, aturdido, y hui sin mirar atrás. Las imágenes me perseguían, eran espectros de una verdad difícil de ignorar. Durante toda la noche, aquellas visiones revolvieron mi alma: risas que no recordaba, rostros cálidos que nunca conocí, ecos de algo profundamente humano. No podían ser míos… y, sin embargo, lo eran.
Las imágenes me devoraban incluso con los ojos abiertos. No lograba escapar y al amanecer, mis pies emprendieron el camino de regreso.
Llegué al parque, desesperado. La anciana seguía allí, inmóvil; una estatua cargada de vida. Su rostro no mostró sorpresa cuando me vio. Parecía como si hubiera estado esperándome desde siempre.
—Sabía que volverías —dijo antes de que pudiera abrir la boca.
—¿Qué me hiciste? —exigí, furioso, temblando entre miedo y rabia.
Ella negó suavemente con la cabeza.
—No te hice nada. Solo abrí una puerta.
Me desplomé en el banco, agotado, derrotado por un vacío que no comprendía.
—¿Qué es esto? —susurré, esta vez sin ira, solo miedo.
La anciana se incorporó con dificultad, apoyándose en su bastón torcido.
—Ven conmigo —ordenó con voz firme, incuestionable.
La seguí, incapaz de resistir. Cada paso retumbaba en mi interior como un tambor de guerra. La ciudad parecía contener la respiración, intuyendo que algo estaba a punto de romperse. Me guio por callejones oscuros y avenidas desiertas hasta que se detuvo delante de un edificio ruinoso. Sus dedos, nudosos como raíces antiguas, trazaron un símbolo en la pared: un dibujo fluido, extraño, un símbolo ancestral de un alfabeto perdido. Y cuando terminó, la piedra tembló y una puerta oculta se abrió ante nuestros ojos.
—Bienvenido a la Biblioteca de los Olvidados —anunció con reverencia.
Entramos. El lugar era un caos sagrado: estanterías torcidas repletas de volúmenes se apilaban luchando contra el peso de nuestra memoria efímera. El aire olía a cera derretida y papel viejo, como si el tiempo se hubiera detenido allí, negándose a avanzar.
—Cada libro contiene fragmentos de la vida de personas que alguna vez fueron como tú —explicó mientras avanzaba con paso seguro—. Sus miedos, sus amores, sus pasiones… todo lo que el sistema los arrebató.
—¿Por qué? —pregunté, sintiendo una mezcla de fascinación y horror.
—Porque las emociones son caos, y el caos amenaza el control.
Tomó uno al azar y me lo ofreció. Lo abrí con cautela, y al deslizar mis dedos sobre las páginas, sucedió otra vez. Un torrente de imágenes me inundó: un hombre llorando bajo la lluvia, el abrazo desesperado de una mujer, el calor de un hogar perdido… emociones que no eran mías y, sin embargo, los sentí como propios.
—¿Por qué me muestras esto? —susurré, devolviéndoselo con manos temblorosas.
—Porque el mundo necesita recordar, y alguien debe empezar.
Renegué de mi Ascensión, abandoné las promesas del Orden Supremo y me convertí en un paria, una sombra más en los márgenes de aquella sociedad fría y perfecta. Pasé días —o quizás semanas, el tiempo perdió su forma— inmerso en la Biblioteca, devorando recortes de vidas ajenas. Cada página era un latido, un susurro arrancado del olvido que resonaba en mi interior. Estaba hambriento y con cada libro, algo en mí despertaba. No solo era dolor; había amor, esperanza, anhelos que creía imposibles. Me encontré frente a la verdad cruda, brillante, tan hermosa como aterradora: no nos habían arrebatado solo nuestro pasado, sino la esencia de nuestro ser.
Una noche, la anciana me tendió un último manuscrito. Su rostro estaba marcado por el tiempo, pero sus ojos ciegos parecían ver más allá del presente.
—Este es tuyo, faltaste a tu cita con el sistema y no lo tienen en su base de datos. —dijo en un susurro cargado de despedida.
Al abrirlo, mi respiración se quebró. Me vi a mí mismo: un niño pequeño, riendo mientras corría por un campo de flores, mis padres sonriendo a mi lado. Rememoré sus voces, su calidez… todo lo que me habían quitado. Aquello era mi memoria, algo que creía perdido para siempre.
— Libéralos… antes de que el olvido los reclame para siempre—me suplicó.
Esa misma noche, la anciana murió en silencio, como un suspiro que se disuelve en el aire. No lloré; todavía no sabía cómo. Pero algo dentro de mí dolía, una punzada profunda, un eco de lo que podría ser el dolor.
Tomé mi libro y me dirigí al Archivo Eterno. El edificio era una fortaleza de acero y vidrio, un monumento frío al control absoluto. Entrar fue más fácil de lo que imaginé; el sistema no estaba diseñado para enfrentarse a alguien con emociones.
Por un instante, titubeé. ¿Y si todo era mentira? ¿Y si lo que estaba a punto de liberar traía consigo más caos que esperanza? Pero tal vez… el caos era precisamente lo que el mundo necesitaba. Aparté las dudas de mí y cuando llegué al núcleo central lo abrí y las palabras se desvanecieron, transformándose en destellos de luz. Cada párrafo contenido en esas páginas se liberó, inundándolo todo como una marea imparable.
Las alarmas sonaron, pero demasiado tarde. Las luces de la base central parpadearon mientras el Orden Supremo colapsaba bajo el peso de aquella memoria que no reconocía. Se infiltró en él; era un virus que recorría la red, desbordándose en la mente de todos. Las pantallas se llenaron de símbolos distorsionados y líneas de código que no dejaban de fragmentarse, como si él mismo intentara recordar quién era.
Un murmullo creciente llenó el aire, primero susurros aislados, después un coro ensordecedor. El Archivo tembló mientras los recuerdos se derramaban como un río desbordado. Voces, risas y llantos se entrelazaban en el aire a modo de una sinfonía embriagadora. Salí justo cuando los primeros gritos comenzaron. Vi a una mujer caer de rodillas, sollozando, mientras un hombre reía como un niño perdido que acabara de encontrar el camino a casa. Era caótico, desbordante…, hermoso y la certeza de que el hombre era más que eficiencia y control
Mientras me alejaba, el aire me pareció distinto, más cálido, más humano. Por primera vez, algo palpitante corría por mis venas… No eficiencia. No control. Vida.
La Biblioteca de los Olvidados había cumplido su propósito.
El nuestro apenas comenzaba.
Agneta Quill
