Duelo a tres
Él no hubiera querido esto, seguro; pensé al entrar en la sala. La habitación estaba sumida en un silencio solemne sólo interrumpido por el suave zumbido del aire acondicionado y el murmullo distante de la ciudad, que se filtraba por la ventana entreabierta. En el centro, descansaba el ataúd, rodeado de velas y flores. ¡Joder, como te voy a echar de menos!
¿Quién es esa fresca que acaba de entrar? Una fulana, seguro. Imposible que Julián conociera a alguien así. Apreté con todas mis fuerzas el pañuelo mojado. Olvídalo, me ordené. Estiré el malogrado trozo de tela y me sequé las lágrimas. El vestido ajustado y los tacones delataban a aquella fulana. Agudicé la mirada, necesitaba observarla mejor: morena, ojos… ¿verdes o azules? No podía verla bien.
¡Joder, que cara! Pensé mientras disimuladamente me acercaba a Malena, intentando imaginar qué coño se le había pasado por la cabeza para presentarse en el funeral y encima con un vestido así. Mamá lo iba a flipar.
—Sandra, ¿dónde vas? —¿Qué la digo? ¡Piensa rápido…, más rápido! Me ordené mientras me giraba hacia donde estaba ella.
—A buscar un café, mamá. ¿Quieres otro? —¿Qué se creía mi hija? ¿Qué era tonta? Esa mujerzuela era la amante de Julián, seguro. ¡Dios mío, que iban a pensar mis amigas! Cornuda a los cincuenta. No, viuda y cornuda. Sería el hazmerreír del club. ¿Qué me había preguntado Sandra? ¡Ah, sí!
—Sí, cariño. Por favor.
Era ella. Dos años y no la había visto nunca. ¡Maldito bastardo! Nunca quiso juntarnos a las dos. Aunque mirándola bien, no parecía gran cosa. ¡Pobre mamá! Aquella fulana debía tener su misma edad.
—Buenas tardes, soy Sandra, la hija de Julián de Garastegui. ¿Conocía a mi padre? —No debería reírme, pero la cara que ha puesto ha sido todo un poema.
—Sí. Le conocía del trabajo. Siento mucho lo sucedido, era un gran hombre. Les acompaño a usted y a su madre en el sentimiento.
Pero que se había creído esa niñata. Sólo era una malcriada que vivía a costa de su padre sin dar un palo al agua. Daba igual, se lo debía a él. Estaría unos minutos, se despediría y regresaría a su apartamento.
—¡Malena, qué sorpresa!
—Buenas tardes, Carlos. Simplemente he venido a presentar mis condolencias a la familia. De sobra sabes que Julián era muy importante para mí —le contesté y tras darle dos besos en la mejilla lo abandoné junto a la hija de mi difunto amante.
Ha venido, que bien. Pensé desviando la mirada del socio de mi marido hacia mi hija. Julián lo admiraba mucho, siempre decía que a pesar de su corta edad era un abogado de primera y yo añadiría también que era el esposo perfecto para Sandra. Cabezota, rumié mirando el ataúd, ¿por qué no hacen buena pareja? Bah, tu nunca entendías nada, solo sabías de leyes, pero ahora que no estás… ¡Dios, sería la boda del año! Se celebraría en el club, por supuesto, y en primavera…
—Mamá, ha venido Carlos. Le dejo contigo y voy a por los cafés. ¿Quieres uno? — le pregunté. Tras negar con la cabeza, recorrí con la mirada su atlético cuerpo. Cómo estaba el letrado, me lo hubiera comido en un abrir y cerrar de ojos.
—Buenas tardes, señora de Garastegui. Le acompaño en el sentimiento. Su marido siempre fue un gran hombre, y por supuesto sobra decir que tanto su hija como usted cuentan conmigo para lo que necesiten.
—Carolina, muchacho. Llámame Carolina. Gracias por haber venido a acompañarnos en este difícil momento y por tu ofrecimiento. A Julián le hubiera gustado saber que cuidaría de nosotras dos.
Me senté al lado de la viuda de mi socio, la tomé la mano y deslicé la mirada alrededor. ¿Narcisos? ¿Pero quién demonios había encargado esas flores? Él las odiaba. Miré a Malena, su amante oficial. Morena despampanante que disfrutaba gastándose en fiestas y diamantes el dinero de Jul. Sandra, que entró en ese momento con dos cafés atrajo mi atención: niña malcriada, buena para nada.
—Pobrecilla. ¿Qué va a ser de nosotras sin él? —me preguntó Carolina. Ella era la peor. Jamás lo quiso. Su matrimonio siempre fue una mentira… Julián me quería a mí, disfrutaba conmigo en la cama, no con ella, ni siquiera con Malena. Sólo conmigo, Carlos Martín: su amante, su cómplice en el amor prohibido. Amor prohibido que habíamos tenido que mantener oculto durante demasiados años. Me levanté y me acerqué al féretro y, sin pensarlo mucho, murmuré más alto de lo que yo pretendía: «no habrá más miradas furtivas, más caricias robadas…, siempre te querré, Julián.».
Agneta Quill