Destino: libertad
Hacía ya rato que las calles habían cobrado vida; los acordes de la salsa y los murmullos del Malecón se mezclaban con el suave aroma de los cigarros. Se detuvo y elevó el rostro, quería empaparse de todo lo que le rodeaba, atesorarlo en su retina… Debería ponerse en marcha, se dijo y sin pensarlo mucho más se adentró en el bullicio de San Lázaro. Se deslizó entre las risas y los pasos apresurados de los transeúntes hasta que llegó a una fachada iluminada por las palabras “El Faro”.
—¿Qué bola, Roberto? —le preguntó el camarero, mientras limpiaba un vaso sucio.
No le devolvió el saludo, no le interesaba; simplemente movió la cabeza, y le miró con gesto cómplice.
—¿Trajeron el paquete? —le inquirió nervioso.
—Sí, pero no va a estar listo hasta el sábado. —Había un deje de misterio en sus ojos. —¿Estás seguro de querer meterte en esto? —Su voz sonaba preocupada.
—Sí, he estado pensando en ello bastante y creo que es el momento adecuado. —respondió con la mirada chispeante de emoción. —¿Ya tú lo hiciste? —le urgió Roberto.
—Sí, yo creo que va a funcionar. —Rolando le sonrió confiado. —Estoy seguro de que no te va a dejar colgado.
—De pinga. —asintió agradecido, notando como un nudo se le formaba en la boca del estómago al pensar en el desafío que tenía por delante. —Hasta el sábado entonces —Se despidió con un gesto de la mano antes de salir del bar hacia la oscuridad de la noche.
Hacía rato que había abandonado la vivaz San Lázaro, y la luz de la luna que apenas iluminaba aquel callejón junto al sonido distante de los coches creaba una atmósfera de suspense. Repasó todos los detalles del plan; sabía que no sería fácil, pero estaba decidido: lo haría, costase lo que costase.
Llegó el sábado, el día acordado y con la determinación recorriéndole las venas regresó al “Faro”.
—¿Tás listo? —le preguntó Rolando.
Roberto asintió solemne, notando la adrenalina cabalgar por todo el cuerpo mientras su mente se preparaba para lo que estaba por venir.
El camarero le entregó el paquete. Sus manos temblorosas lo soltaron a regañadientes sobre la barra.
—Gracias por todo.
—Éxito, compay. Espero verte algún día del otro lao —respondió Rolando, con una mezcla de admiración y preocupación en la voz.
Salió del bar y se encaminó hacia su destino. Sabía que lo que estaba a punto de hacer le cambiaría la vida para siempre, pero se enfrentaría al miedo y a las consecuencias. Apretaba el bulto guardado en el bolsillo del saco; cada terminación nerviosa de sus dedos lo sentía allí seguro mientras deambulaba por las estrechas calles de la Capital. Atravesó sus plazas iluminadas, se perdió en los callejones oscuros, saboreó el color de las aceras, el bullicio que le envolvía a cada paso que daba. Sin apenas darse cuenta, la noche llegó a su fin, y sentado en el Malecón observó por última vez el cielo anaranjado de la Vieja Habana. Era hora de marchar.
Eran las ocho de la mañana, y el ambiente del “Rancho Boyeros” estaba tranquilo, apenas unos taxis apostados frente a la terminal le dieron los buenos días. Sin pararse a considerar los pasos siguientes de su plan, se aventuró dentro del aeropuerto, pero el ruido habitual de los viajeros que se apresuraban a hacer el check-in, el sonido de las maletas rodando sobre el suelo, las conversaciones animadas en diferentes idiomas y el zumbido constante de las pantallas de información hicieron mella en su decisión. ¿Debía seguir? ¿Era lo correcto? Durante unos minutos perdió el control del cuerpo y la mente. Sólo era un amasijo de músculos, huesos y dudas plantado frente a un grupo de turistas con camisas hawaianas.
—Se informa a los pasajeros del vuelo AM305 con destino a Miami que se va a proceder al embarque. Por favor, diríjanse a la puerta de embarque número 7 para abordar. Gracias.
Ese era su vuelo, ese era el momento y no podía dejarlo escapar. Empleó toda la fuerza que le quedaba para conseguir que las piernas le respondieran y tras un momento de duda comenzó a moverse. Avanzaba despacio, como había planeado, hacia la aduana.
El miedo lo sacudió cuando el guardia revisó minuciosamente el pasaporte. Intentó mantener la calma, necesitaba salir de aquella isla. Los dedos regordetes repasaban cada línea de su documento. ¡Dios, le iban a descubrir! Le estaba mirando, con detenimiento, primero el rostro, luego la fotografía, una y otra vez…, contuvo la respiración, no aguantaría la presión mucho más. El hombre se giró y llamó a un compañero, que retomó el mismo ritual, primero lo leyó y después se entretuvo en comparar de nuevo su cara con la que estaba en el pasaporte.
El comandante les había informado de que podían desabrocharse el cinturón de seguridad, el despegue había sido un éxito. Roberto, se giró hacia la ventanilla del avión y la divisó por última vez. Echaría de menos a la Vieja Habana, a sus compinches, su ron, su salsa, pero sabía que al final del día, lo que importaría sería que había tomado el control de su vida y su destino. Y para él, aquello era la mayor victoria de todas.
Agneta Quill